sábado, mayo 27, 2017

On y Off

- Señorita, los términos cambiaron hace un par de décadas – dijo el ginecólogo, haciendo una pausa.

La chica, de unos veinte años, se revolvió incómoda en el asiento, sintiéndose juzgada. El especialista prosiguió.

- ¿Tengo que recordarte lo que supusieron las luchas entre abortistas y católicos a mediados de los años 20? El gobierno abogó por una solución intermedia y no creo fuera tan mala decisión cuando fue imitado por la mayoría del mundo occidental a los pocos meses.

Se quitó las gafas, inspiró hondo mientras limpiaba los cristales. La chica permanecía con la cabeza gacha y los brazos cruzados.

- Sabes perfectamente que antes aborto e interrupción del embarazo eran sinónimos, pero que, afortunadamente, ahora la interrupción es temporal. No cumples ninguno de los supuestos legales para abortar. No has sido violada y el embarazo, a priori, no supone ningún riesgo para ti ni para la criatura. Lo que pretendes, hoy en día, es un delito. Muy perseguido, además. Y más, teniendo la oportunidad de, simplemente, posponerlo.

La joven sollozó, resignada.

- Pues empecemos.

Dos meses antes la fiesta de fin de curso se le había ido de las manos. Ella y varios compañeros terminaron la noche en la piscina de la casa de estudiantes de una de sus compañeras. Bebieron demasiado y amanecieron todos desnudos. Al poco descubrió que estaba embarazada y no sabía quién era el padre. Aún le faltaba el último curso y el máster y ser madre soltera en ese momento le destrozaría la carrera.

La ciencia ofrecía lo que se había denominado “el interruptor”. La posibilidad de detener el embarazo sin destruirlo, manteniendo el embrión latente en el útero con una combinación de hormonas hasta el momento en el que la madre decidiera proseguir la gestación. Era el punto intermedio entre las dos posturas encontradas. Ofrecía la posibilidad de llevar el feto a término en el momento en el que las circunstancias fueran favorables para la madre, mediante un método totalmente inocuo para ambos.

En la farmacia adquirió la primera caja de “Off”, el interruptor que detenía el embarazo. Tomaba su tratamiento a diario y, mientras convivió con sus padre y, más adelante, con su novio, una vez al mes, su amiga enfermera le extraía sangre para manchar las compresas y mantener su secreto desapercibido.

Lo consiguió varios años y, aunque su pareja ocasionalmente le planteaba la posibilidad de ser padres, nunca lo hacía con la suficiente seriedad.

Poco después de cumplir treinta años empezó a necesitar un descanso. Demasiado tiempo engañando a todo el mundo. Y el momento oportuno para ser madre disfrutando de la estabilidad conyugal. Su ginecólogo le recetó “On”, el interruptor para continuar la gestación y adquirió un test de embarazo que, pos supuesto, resultó positivo.

Siete meses después se desencadenó el parto que, de cara a la familia, resultaba prematuro. Fue un parto normal, no demasiado prolongado y bastante llevadero. Pujó con ilusión y cuando oyó el llanto de su bebé se sintió la mujer más feliz del mundo. Sin embargo, se sintió aterrada al contemplar el rostro de su marido al ver el bebé. Las enfermeras por el contrario se miraban con cierta guasa. Envolvieron al recién nacido en una toquilla y se lo entregaron a la madre. Al verlo, ella pudo reconocer al instante al padre. Se trataba de un precioso niño que era el vivo retrato de Olembe, su compañero de carrera camerunés.



La Ley

La Ley

El argumento de los gobernantes fue que el estado festivo del ser humano le alejaba de la concentración en el trabajo y en la familia. Claro que fue impopular. Pero la asociación de empresarios no estaban contentos con el contrato diario o con la abolición del salario mínimo. Y JP Morgan volvió a amenazar con la subida de la Prima de Riesgo. El presidente, a través de un mensaje de WhatsApp a cada uno de los ciudadanos, pidió un esfuerzo en aras de la estabilidad del país.
La Ley, prometían, no nacía con vocación restrictiva. Aseguraban que el objetivo era promover el descanso y la productividad empresarial y familiar.
La población se opuso tímidamente. Hacía tiempo que las manifestaciones estaban prohibidas y las publicaciones en redes sociales tenían que pasar un filtro antes de ser visibles. No era una censura. Era una adecuación textual, decían. Así que los ciudadanos protestaron enérgicamente con su silencio. No sirvió de nada.
A primeros de enero de 2031 entró en vigor el Impuesto sobre Fiestas y Jolgorios. No estaba expresamente prohibido cantar y bailar. Estaba gravado. Cada ciudadano tenía que pagar una tasa de 10 euros por cada canción que bailara o cantara y, para ello, cada equipo reproductor de música y los instrumentos musicales, así como los lugares de reunión y las calles, tenían cámaras conectadas a equipos de reconocimiento facial.
Y no quedaba ahí. El ciudadano que quisiera, además, conservar el recuerdo, debía abonar un canon de 25 euros. En caso contrario, debía someterse a un proceso de “desintoxicación festiva” mediante el cual se borraba cualquier remembranza de esos momentos vividos.


Y fue así, querido nieto, como por fin, de una vez por todas, acabaron quitándonos lo "bailao".

domingo, mayo 14, 2017

Más allá de la muerte

- Te perseguiré más allá de la muerte.

La muerte. Una liberación o una condena, según se mire. O según se viva.

Pensó que el volantazo iba a poner fin a la culpa. Que ya sin latidos no habría obstáculo para descansar. Quizá no sería sumirse en el sueño que hacía un año le había abandonado pero, de alguna manera, cesaría el dolor.

Pero no fue así.

El impacto a 140 kilómetros por hora fue una metáfora de su vida. Lanzado al éxito, estaba considerado a los treinta y cinco años el mejor neurocirujano del país. Pisaba el acelerador y decidió escribir un manual sobre cómo estrellar tu vida contra un muro. De cien a cero en un segundo.
Para ello, basta follarte a tu abogada y que tu esposa descubra el engaño. Añade una pizca de venganza de ella, que inventó y escenificó abusos a su pequeña hija de cinco años para interponer una orden de alejamiento. Se mezcla bien con los problemas financieros que suponen la pérdida de patrimonio y el pago de pensiones y se agita el aumento de horas de guardia con bastante alcohol.

Podría haber sido suficiente, pero ¿por qué frenar antes del impacto?

La cafetería de personal del hospital no servía alcohol y él frecuentaba la del público. Uno de los camareros le llenaba de ginebra una botella de agua mineral, agradecido por un favor personal.

Un hombre de pelo blanco y barba descuidada les observaba. Se había mantenido absorto en el movimiento de la cucharilla de su propio café cuando le llamó la atención de un miembro del personal, con uniforme verde. Vio como intentaba disimular, cómo el camarero le entregaba la botella de plástico y cómo el sanitario pagaba veinte euros por ella sin recibir cambio. Coincidieron en la puerta y casi chocan en la puerta. La cercanía permitió al observador percibir el aliento alcohólico del individuo de verde.

Cuando volvieron a verse, dos horas más tarde, aquel hombre le estaba comunicando el fallecimiento en quirófano de su nieta. Hicieron falta varias personas para sujetarle e impedir la agresión. Cuando le separaban el furioso abuelo pronunció aquellas palabras que le retumbaron en la mente hasta el final: Te perseguiré más allá de la muerte.

El hospital tapó el incidente. Ante la denuncia por negligencia del abuelo, que sabía en qué condiciones había entrado en quirófano el neurocirujano, se falseó el informe quirúrgico, haciendo ver que el titular de la intervención había sido un compañero y que él sólo había salido a informar.

Pero él sabía la verdad. De nada servía mantener el secreto cuando en sus pesadillas era su propia hija la que fallecía en la mesa de quirófano en sus manos. Fue dado de baja y no volvió a operar. El alcohol y la falta de sueño le tenían arrasado. Y allá donde iba, estaba él.

Siempre aquel hombre de pelo y barba blanca, vestido totalmente de negro, que no se le acercaba, que siempre se mantenía a una prudente distancia y que lo único que hacía era mirarle duramente, señalarle y decirle con los labios: Tú

Allí estaba a la salida del juzgado cuando fue absuelto. Y allí estaba, en su espejo retrovisor, en el vehículo que le seguía. Por más que aceleró no fue capaz de perderlo de vista. Lo tenía pegado como una garrapata. Esos dos ojos clavados en el retrovisor y esa niña cadáver en la mesa quirúrgica que abría los ojos y le llamaba papá anclada en su cerebro.

Pensó que con un solo volantazo todo cesaría. Dejaría de pensar, dejaría de percibir y dejaría de existir. Pero todo acabaría. Y probó.

Y era cierto que no había ojos que abrir. No había oídos que le trajeran sonidos y no había piel con la que notar frío o calor. Ni músculos, huesos ni tendones.

Y sin embargo era.

Sentía consciencia de ser, de estar. De desplazarse, de presenciar.

Y de sus recuerdos. Y de tener dos ojos clavados en él. Y de oír esa voz que le decía: Tú

Intentó alejarse pero, por más que lo intentaba, era atraído por la voz. Y encontró al abuelo. Sentado, con las piernas cruzadas, rodeado de un círculo de velas. Sus ojos estaban cerrados, pero él los sentía clavados, aún incorpóreo.

- ¿Lo ves? Ya estás muerto y sigo persiguiéndote – dijo la voz

En su esencia inmaterial se preguntó cuando acabaría esto y enseguida halló respuesta.

- Jamás. Porque un día moriré. Y entonces será peor.





jueves, mayo 04, 2017

Tiempo en aspirinas

Érase una vez un rico y viudo empresario que había sido rechazado en el amor. Acostumbrado a conseguir todo aquello que se le antojaba no era capaz de soportar el dolor y el rechazo, y los días se le tornaban amargos, las noches tristes y lastimeras y, la simple existencia, una insoportable desazón.

Desesperado acudió a un anciano y sabio curandero que vivía aislado en una cueva de las montañas. El viejo le recibió y con un parsimonioso gesto, le invitó a sentarse sobre una piedra, junto a la hoguera, y a contarle aquello que le atormentaba.

El empresario relató los pormenores de su desengaño amoroso y la penuria de sus días. El anciano escuchaba con la cabeza agachada y la mirada perdida. Cuando su visitante hubo acabado, aguardó unos instantes antes de responder.

- Tengo una noticia mala y una buena. Y luego una incógnita – dijo por fin.

- Prefiero primero la buena – respondió el empresario.

- Pues no. Te las diré en ese orden, porque ese es el orden de las cosas – replicó el sabio, y añadió – Te aguantas

El rico se sintió algo incómodo por la réplica pero se mantuvo en su lugar.

- La mala noticia es que lo que necesitas no lo puedes comprar. La buena es que es algo que ya tienes y la incógnita es si serás capaz de utilizarlo – reveló por fin.

- ¿Y qué es eso que tengo, que no puedo comprar y que no sabes si sabré utilizar? - preguntó confuso el empresario.

- El tiempo – fue la respuesta.

Y con un gesto lento, el anciano indicó la salida de la cueva, dando el encuentro por finalizado.

El empresario se sentía furioso. Consideró una pérdida de tiempo la visita al sabio. Durante el viaje de vuelta a la ciudad, meditó al respecto y pensó que tal vez el anciano no estaba en lo cierto del todo y que quizá tampoco estaba del todo equivocado. Hizo investigaciones y, en el mercado negro, encontró la solución a su problema. El modo de comprar tiempo. Una pastilla que, al ingerirla, le haría dormir durante un año.

- Doce meses – pensó – serían suficientes para mitigar su dolor. El viejo se equivoca. Todo se puede comprar.

Así que, decidido, ingirió la pastilla y se sumió en un profundo sueño.

Un año más tarde despertó. Abrió los ojos e inspiró hondo para comprobar si el profundo pesar de su pecho había desaparecido. Decepcionado, comprobó que no se había mitigado en lo más mínimo. Descubrió además que, durante su sueño, sus dos hijos habían dilapidado prácticamente por completo su fortuna, habían fragmentado y vendido sus empresas y que su patrimonio era casi inexistente. De tal modo, en los días posteriores su dolor y su pesar fueron en aumento. Recordó las palabras del anciano y se decidió a volver a la cueva a reclamarle por el error en su consejo, ya que había seguido sus instrucciones y todo había ido a peor.

De nuevo fue invitado a sentarse en la misma piedra ante la misma hoguera y a contar su historia. Relató con detalle lo ocurrido, acusando al anciano de ser el culpable de su infortunio.

Y una vez más, al concluir, el anciano meditó unos instantes.

- Tres enseñanzas puedes extraer de lo que te ha ocurrido. Un hombre inteligente aprendería de ellas. Falta saber si tu eres uno de ellos – dijo finalmente.

- ¿Y cuáles se supone que han sido esas enseñanzas? - preguntó el rico visiblemente enfadado

- La primera, y la más obvia de todas, es que no puedes comprar todo lo que deseas. Has pretendido pagar por algo que sólo a ti te correspondía. La segunda es confundir el tiempo que necesitabas. Has pagado por el tiempo de los demás. Ha pasado un año para todos menos para ti, que esos meses los has pasado durmiendo, no viviendo. Era tu tiempo el que necesitabas, no el de ellos. Era tu aprendizaje en ese tiempo y no tus ronquidos lo esencial para solucionar tu problema. Así que espero que por fin aprendas, ya que todavía estás… a tiempo – concluyó

- ¿Y la tercera?


- ¡Ah, sí! No debes automedicarte.

Caminando por el desierto

El sol martilleaba sus sienes a cada uno de los pasos en los que hundía sus pies en la arena. Había ocho horas de camino entre la ciudad y la aldea y el camino de vuelta le había traído en las horas de máximas temperaturas. El aire parecía no haberse movido en años y permanecía pesado, irrespirable, pegajoso. A lo lejos ya se divisaba la cordillera dunar tras las que se situaba su aldea.
Caía la tarde y el pequeño paquete de la mochila le anclaba cada vez más al camino, haciendo que cada paso se convirtiera en un acto heroico.
A medida que el sol descendía, ascendió la última duna. El aire pareció despertar, desperezarse y, tímidamente, moverse. Pensó que un buen café ayudaría a ese aire a despertarse del todo y convertirse en un refrescante viento. En el firmamento ya se divisaba Venus, el primer planeta, no estrella, del anochecer.
Al llegar a la aldea ya era noche cerrada. Las farolas de aceite colgadas de las casas de los vecinos alumbraban tenuemente la calle. Alcanzó por fin su vivienda.
Al entrar, su esposa estaba preparando la cena en la cocina.

- Has tardado – le dijo a modo de bienvenida.

Sacó lentamente el paquete que portaba en la mochila y se lo entregó a su esposa. Ella lo abrió y extrajo una tostadora. Miró los papeles y se volvió hacia él furiosa

- ¡¡¡¡No te han sellado la garantía!!!!

Él la miró confuso, sin ser capaz de articular palabra.


- Pues mañana vas a que te la sellen.

El puesto

- Se trata de un puesto de máxima responsabilidad. El compromiso que adquiere usted trasciende mucho más allá del que pudiera suscribir con la empresa. Es un compromiso con sus vecinos, con la comunidad en la que vivimos… con el mundo…

El muchacho se revolvió en el asiento, incómodo al sentir el peso del mundo sobre sus hombros.

- ¿Cuáles serían exactamente mis funciones? - preguntó.

- Bien, bien, bien... le explico. Usted será el encargado de la colocación y retirada de las estrellas en el firmamento. En el momento en el que nuestros compañeros del Departamento de Rotación Solar consumen cada día lo que denominamos “El Ocaso”, es decir, la puesta u ocultación del sol, usted procederá a la colocación paulatina de las estrellas y cuerpos celestes, siguiendo el organigrama que podrá estudiar en el Anexo 2 del dossier. A medida que avance la noche, deberá ir colgando y descolgando, según convenga, hasta que, al alba, proceda a retirar todas. La jornada, obviamente, será variable, oscilando entre las 15 horas del solsticio de invierno, en diciembre y las nueve horas del solsticio de verano, en junio. No obstante, los recortes gubernamentales a los que nos vemos sometidos en estos momentos nos obligan a que su contrato se reduzca a 4 horas diarias y a la nada despreciable cantidad de 600 euros mensuales. Un sueldazo!!!!

El chico miró al Jefe de Personal un tanto perplejo. Éste, sin embargo, mantenía una impertérrita sonrisa.

- Pero voy a cobrar una tercera parte de lo que me corresponde.

- Bueno, pero muchísimo más de lo que cobra ahora por no hacer nada. Tal vez quiera contrastar esa opinión con los 327 aspirantes que hay en la puerta…. - dijo su futuro superior sin dejar de sonreír. - Ni que decir tiene que en el caso de que haya una inspección, usted declarará encontrarse, precisamente en ese momento, dentro de las cuatro horas de su contrato.

- Claro, comprendo… y una duda… - planteó el chico.

- Adelante, adelante, quiero que todo quede diáfano – respondió el sonreidor perpetuo.

- En el caso de que la noche sea lluviosa, tormentosa, nubosa o, simplemente nublada, ¿estaré dispensando de colocar las estrellas, teniendo en cuenta que nadie las podrá ver?

- De ningún modo – La sonrisa se le heló de golpe y se tornó tajante.- Usted deberá proceder con su tarea todos los días, sin descanso, independientemente de la climatología. ¿Qué garantía tiene usted de que en cualquier momento nuestros compañeros del Departamento de Brisas y Vendavales no van a dispersar las nubes con un viento huracanado. revelando un cielo completamente vacío, desde el punto de vista estelar? ¿Eh? Olvídese de eso. Este puesto requiere constancia y puntualidad. ¿Le queda claro?

- Sí, sí, por supuesto, perdóneme – dijo el aspirante. Y añadió - ¿ Y para la colocación de las estrellas, ustedes me proporcionan una grúa o similar?


- Esto… precisamente de eso quería hablarle. Usted no tendrá una escalera larga ¿no?

lunes, mayo 01, 2017

Miedo y altura

Ella agarró su mano y se asomaron al precipicio.

-¿Tienes miedo a las alturas? - preguntó.

Él la miró levantando las cejas.


- A estas alturas, ya no tengo miedo.

Tattoo

- Ponme un cuarto de kilo de boquerones – pidió el hombre de la camiseta de dibujos animados cuando llegó su turno en la pescadería. Era el último antes de cerrar.

La pescadera era una chica joven, de unos 30 años mal cumplidos. Alargó su mano izquierda para coger un puñado de boquerones y meterlos en una bolsa de plástico. Al hacerlo, el cliente pudo ver en su mano un pequeño tatuaje. Se trataba de dos pequeñas líneas en paralelo, muy cercanas entre sí, en el dorso de la mano y perpendiculares a los dedos. Descubrió que en la derecha tenía uno idéntico. Sintió curiosidad.

- ¿Algo más? - preguntó la chica mientras anudaba la bolsa.

- Sí, quiero algo más – respondió el cliente, haciendo una pausa misteriosa rematada con una sonrisa.

La chica levantó las cejas, en un gesto inquisitivo.

- Quiero saber lo que significan los tatuajes de tus manos, si no te importa decírmelo, claro – concluyó.

Ella sonrió con un seco “ja”, intentando averiguar si aquel hombre con Micky Mouse en la camiseta hablaba en serio o se estaba burlando de ella. Tendría unos 40 años y no era especialmente llamativo en ningún aspecto, salvo en la viva curiosidad de su mirada.

- ¿Y para qué quieres saberlo? - preguntó por fin la pescadera, poniendo la mano izquierda en la cadera en gesto retador

El cliente sonrió abiertamente y con cierto cinismo respondió:

- Es para una encuesta

La chica lo miró detenidamente, calibrándole durante unos segundo y, finalmente, extendió la mano derecha agarrando la bolsa de boquerones y dijo:

- Un euro, treinta. En quince minutos en el bar de enfrente. Me invitas a una cerveza. Si quieres. Y si no te quedas sin saberlo.

- A sus órdenes, mi sargenta. ¿Te pido tapa?

- La cerveza es suficiente, gracias.


Él la esperaba sentado en una de las mesas del interior con dos espumosas cervezas. Ella llegó, tomó asiento frente a él, se acodó en la mesa y preguntó:

- A ver, ¿a qué viene esa curiosidad?

- El conjunto me ha llamado la atención. Me has parecido atractiva y he pensado que esos tatuajes pretendían decir algo. Y como yo soy muy curioso, no he podido evitar el querer averiguar lo que tienen que decir – respondió, ofreciendo su jarra para un brindis.

Ella correspondió con fingida desgana.

- Tienes un morro que te lo pisas. - brindó y, seguidamente, añadió – Sí, tienen un significado, pero no es nada del otro mundo.

- Y ¿me lo puedes contar?

Ella asintió y cubrió sus ojos con sus manos. De esta manera, las líneas tatuadas mostraban un signo “=”.

- Cuando llego a un límite en el que no puedo más y todo me da igual, cuando cubro mis ojos para que no se me vea llorar…. - reveló y, deteniéndose un instante, cruzó los brazos depositando las manos sobre los hombros, abrazándose y, de ese modo, mostrando las líneas tatuadas como un signo “||”, de pausa. Prosiguió. - hago una pausa para quererme un poco y me abrazo a mí misma.

Él la miró con detenimiento y, sonriendo, preguntó:

- Y… esa pausa de tus manos… ¿no se muestra del mismo modo cuando abrazas a alguien?

- No lo sé, hace mucho que no me abraza nadie.

- Deberíamos probar.

- Huelo a pescado.

- Me encanta el pescado.





Pausa

Nada le gustaba más que apagar las luces, enredarse en una manta y ver una película de miedo en el salón. Preparó una humeante taza de te y conectó el pendrive al reproductor para visionar la que había descargado. Era una recomendación expresa de su monitor de Body Pump y, aunque sólo fuera por tener tema de conversación con él, merecía la pena echarle un vistazo.

Un tipo completamente vestido de negro, con un pasamontañas en la cabeza y con un sacacorchos en el bolsillo de la chaqueta circulaba por la ciudad durante la noche. Una escena demasiado larga que parecía no llevar a ningún lado. Dio un sorbo al te y consultó el móvil para ver si había mensajes. Volvió a taparse con la manta hasta la nariz cuando algo en la imagen le resultó familiar. Las casas, la calle por la que circulaba el tipo del pasamontañas, estaban a tres manzanas de la suya. La película estaba rodada en su misma ciudad. Se incorporó en el sofá, dando otro sorbo al te y se fijó con atención. El coche doblaba a la izquierda y embocaba la perpendicular a su calle. Se paraba en el ceda el paso y atravesaba la calle paralela a la suya. Al llegar a la bifurcación, giró a la derecha y se detuvo justo en su puerta. Sintió un escalofrío. Era absurdo que estuviera viendo todo eso en una película descargada de internet, pero lo cierto era que lo estaba presenciando. El tipo bajaba del coche y se aproximaba hacia su puerta. Extraía una ganzúa y manipulaba la cerradura. Efectivamente, oyó en su puerta como alguien hurgaba en la cerradura con un objeto metálico. Soltó un grito. Y aunque resultara incomprensible, en vez de huir, no podía retirar su mirada de la imagen. El tipo ya estaba dentro de la casa y caminaba por el pasillo como si la conociera. Ella misma podía escuchar los pasos en el corredor. El tipo entraba en el salón y allí estaba ella, de espaldas, mirando a la pantalla de la televisión, incapaz de volverse. El intruso se quitó el pasamontañas. Era su monitor de Body Pump. Extrajo el sacacorchos del bolsillo de la chaqueta y se aproximó hacia ella. Gritó con todas sus fuerzas. Su grito sonó por duplicado, en directo y por televisión. Cuando su monitor estaba punto de introducir el sacacorchos por su oreja izquierda, ella acertó a pulsar el botón de pausa. Ambos quedaron inmóviles. La imagen congelada. Pero recordó que, pasados cuatro minutos en pausa, el aparato siempre seguía la reproducción