Caminando por el desierto
El sol
martilleaba sus sienes a cada uno de los pasos en los que hundía sus
pies en la arena. Había ocho horas de camino entre la ciudad y la
aldea y el camino de vuelta le había traído en las horas de máximas
temperaturas. El aire parecía no haberse movido en años y
permanecía pesado, irrespirable, pegajoso. A lo lejos ya se divisaba
la cordillera dunar tras las que se situaba su aldea.
Caía la tarde y el
pequeño paquete de la mochila le anclaba cada vez más al camino,
haciendo que cada paso se convirtiera en un acto heroico.
A medida que el sol
descendía, ascendió la última duna. El aire pareció despertar,
desperezarse y, tímidamente, moverse. Pensó que un buen café
ayudaría a ese aire a despertarse del todo y convertirse en un
refrescante viento. En el firmamento ya se divisaba Venus, el
primer planeta, no estrella,
del anochecer.
Al
llegar a la aldea ya era noche cerrada. Las
farolas de aceite colgadas de las casas de los vecinos alumbraban
tenuemente la calle. Alcanzó por fin su vivienda.
Al
entrar, su esposa estaba preparando la cena en la cocina.
- Has tardado – le dijo a modo de bienvenida.
Sacó lentamente el paquete que portaba en la mochila y se lo entregó
a su esposa. Ella lo abrió y extrajo una tostadora. Miró los
papeles y se volvió hacia él furiosa
- ¡¡¡¡No te han sellado la garantía!!!!
Él la miró confuso, sin ser capaz de articular palabra.
- Pues mañana vas a que te la sellen.
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