Aquella rubia
Vendí mi suerte en un bar
a una rubia descarada.
Me pagó con su mirada
femenina singular.
Me acompañó hasta un altar
en un rincón solitario.
Pedimos ron Legendario,
y el barman hizo de cura.
le di un beso a mi futura,
y me subí al escenario.
Brindé con sombras ajenas
y a la primera canción.
la chica entonó a mi son
sus cánticos de sirenas.
Sentí su sangre en mis venas,
la carne se me hizo verbo,
y me convertí en su siervo
como un niño inofensivo.
Había solo un motivo
pero aún me lo reservo.
Cuando acabó la función
le prometí amor eterno
y al menos por un invierno
le entregué mi corazón.
La esperaba en el salón
escribiendo poesía,
en tanto que ella volvía
con un verso en sus andares
sus besos moleculares
y su sonrisa en la mía.
La esperaba en el salón
entre tinta y melodía,
con una copa vacía
y otra llena de ilusión.
En cada rima, un buzón,
en cada acorde, una espada.
Pero una tarde nublada
llegó con frío en los ojos,
se cubrió con mil cerrojos
y se fue sin decir nada.
No volvió con la marea
ni me la trajo la lluvia.
No hubo más sirena rubia,
se apagó mi chimenea.
Tuve la pésima idea
de buscarla en la bebida,
en el fondo de mi herida,
en los traumas de mi infancia
y me perdí en la arrogancia
y en mil calles sin salida.
Y no escribí ni una nota
ni canciones, ni un soneto.
La guitarra, un esqueleto,
tenía una cuerda rota.
Me sentí como un idiota
en una ruleta rusa
con una vida inconclusa.
Ya saben de qué les hablo:
yo era solo un pobre diablo
y la rubia era mi musa.

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