Acodado en la baranda de la terraza, Michael Emory apuraba
su último cigarrillo. La tormenta había cesado minutos antes y el cielo
encapotado, coloreado por el neón de la ciudad, amenazaba con reincidir de un
momento a otro.
Oyó cómo se abría la puerta, pero no se inmutó. Lanzó la
colilla al vacío y extrajo del bolsillo de su abrigo otro pitillo.
Un tipo de rasgos árabes, bien trajeado y con una cuidada
barba salió a acompañarle y le extendió el mechero encendido. Michael le hizo
un gesto con la ceja y encendió el cigarro.
─Sé que no me lo podías pedir─ dijo el recién llegado,
encogiéndose de hombros con una sonrisa.
─Eres muy gracioso, Ahmed─ replicó Michael con fingida
desgana.
El reputado Dr. Emory, la estrella de la arqueología
moderna, que había adquirido relevancia al hallar la tumba de Alejandro Magno
en Hilla, bajo una antigua mezquita del siglo XIII a orillas del Éufrates,
llevaba varios días sin dormir y varias semanas sin afeitar.
─Planta 48, puerta 24, no pensaba tener que volver aquí de
nuevo─
masculló.
Ahmed lo miró con cierta sorpresa.
─Debes tener mucho cuidado con lo que deseas, Michael. Si
quieres podemos probar en otro piso u otra puerta, pero sabes perfectamente que
es aquí donde vas a encontrar la respuesta.
─Aquella noche la creí inocentemente. Estaba tan absorto con los
preparativos del viaje, o cotejando los datos de la investigación que no era
consciente de nada. En realidad, creo que no lo he sido nunca.
La noche en que Michael Emory cumplía el vigésimo cuarto día de su
cuadragésimo octavo año de vida, había anunciado a su mujer que no cenaría en
casa. Tenía una importante reunión en la embajada iraquí para gestionar
permisos relativos a su inminente viaje.
Isabella, le deseó suerte mientras se calzaba sus zapatillas color
rosa para salir a correr. Era quince años más joven y puro nervio.
Michael iba de camino cuando recibió una llamada desde la
embajada. Los permisos habían sido concedidos, por lo que podía partir en un
par de días y ya no era necesaria su visita. Paró en un supermercado a comprar
una botella de vino y regresó, pensando en sorprender a su esposa con una cena
romántica. Al fin y al cabo, era la única noche en meses que iban a coincidir
en la ciudad.
Saludó al conserje al entrar en el edificio y cuando el ascensor
abrió sus puertas vio correr a un tipo semi desnudo que pasaba como una
exhalación hacia la escalera. Pensó en lo loca que estaba la gente y llegó a
casa.
Isabella estaba en la ducha. Al parecer había regresado pronto de
correr por la lluvia, aunque le llamó la atención que su ropa pareciera seca.
Él preparó la cena mientras explicaba los buenos presagios que tenía con
respecto a esta excavación. Cenaron y Michael terminó bebiéndose la botella de
vino él solo y desplomado en el sofá.
Dos días más tarde partió hacia Irak. Un mes después Isabella le
comunicó que estaba embarazada. Por lo visto la noche de la borrachera fue
mucho más ardiente de lo que él podía recordar.
Cuando el niño nació fue necesario realizarle una
exanguinotransfusión por enfermedad hemolítica del recién nacido. Era su
segundo embarazo, ya que había tenido un hijo de soltera, cuando aún vivía en
Italia, y entregado en adopción. Pero lo curioso es que, según comentaba el
pediatra, era algo que ocurría solamente cuando el padre tenía un Rh positivo y
la madre lo tenía negativo. Sin embargo, ambos lo tenían negativo.
Los dos años que transcurrieron hasta el gran descubrimiento
fueron agridulces. Si las excavaciones avanzaban de manera óptima y se sentían
muy cerca del éxito, las visitas trimestrales para estar con Isabella y el crío
se tornaban amargas. A pesar de que era un niño sano y precioso, no le encontraba
ningún parecido con él ni con la madre. Ambos eran de tez y pelo moreno y el
niño rubio y pálido. Eso le atormentaba hasta el punto de vivir cada viaje con
ansiedad, temeroso de encontrar en la evolución de su hijo rasgos que le
confirmaran que no era suyo.
Desesperado, planteó a Isabella la realización de una prueba de
paternidad, a lo que ella se negó argumentando que era una muestra de
desconfianza.
Por eso se encontraba allí, de nuevo en aquella noche, para
descubrir la verdad.
─ ¿A qué estamos esperando? ─ preguntó Michael
─Básicamente a que estés preparado. Solo tienes que decir “ya” y
todo dará comienzo. No te preocupes, ella no nos verá. Estemos presentes, pero
invisibles a sus ojos─ explicó Ahmed.
Michael asintió lentamente, entró en el apartamento y, tras un
profundo suspiro murmuró:
─Ya…
Isabella salió del dormitorio con las mallas, el top y las
zapatillas color rosa. Cogió el móvil e hizo una llamada.
─Vía libre─ fue lo único que dijo con su cantarín acento italiano.
Cinco minutos más tarde llamaron a la puerta. Ella se abalanzó a
abrir y franqueó el paso a su visitante. El tipo entró apresurado. Era Oleg, el
hijo del conserje. Isabella cerró la puerta, fue hacia él y le besó
apasionadamente.
Michael se cubrió la cara con ambas manos.
─ ¿Estás bien? ─ se interesó Ahmed. Y ante la cara de asombro de
Michael, aclaró ─Tranquilo, tampoco nos oyen.
El arqueólogo asintió y contempló la tórrida escena. Los besos
condujeron al despojo de la ropa. Cuchicheaban de manera que era difícil
oírlos. Ella se arrodilló ante el miembro visiblemente erecto de su amante y se
lo llevó a la boca.
Michael apartó la mirada. No recordaba cuando fue la última vez
que ella se la había chupado. Habían perdido claramente la pasión. O quizá
fuera él quien había estado más pendiente de follarse a los planos de la tumba
de Alejandro que a su bella esposa.
Fornicaron en la cama un
rato, pero el Dr. Emory no necesitó verlo. Cuando los gemidos anunciaron que
habían acabado, en el teléfono de Oleg sonó el himno de Ucrania. Salió
corriendo del dormitorio y se lanzó hacia su móvil. El mensaje que llegaba
desde el otro lado era claro.
─Tu marido está subiendo─ dijo.
Se vistió como pudo y salió corriendo para pasar delante del
ascensor justo en el momento en que llegaba Michael. Ella recogió sus prendas y
se metió en la ducha.
─ ¿Es suficiente para ti? ─ preguntó Ahmed.
─No, aún no. Necesito más.
Presenciaron los preparativos y la cena. En efecto, Isabella no
probó el vino y Michael cayó desmayado en el sofá. No hubo sexo de ningún tipo
entre ellos. Ella le ayudó a desvestirse y lo empujó hasta la cama, para luego,
desde el salón, llamar por teléfono.
─ ¿Llegó a verte? ─ preguntó desde el auricular ─Menos mal. Ha
sido breve pero intenso ¿eh? Se va dentro de unos días. Tendremos todo el
tiempo del mundo. Yo también te quiero.
─Ya es suficiente─ dijo Michael.
Isabella desapareció del dormitorio
─Eres masoquista, amigo. Podrías tener lo que quisieras y te
dedicas a mortificarte─ respondió Ahmed.
─Es justo lo que necesitaba. Ahora todo cambia. No puedes hacerte
una idea del dolor que sentí durante meses, alejado a miles de kilómetros,
corroído por las sospechas. Imaginando todo lo que acabo de ver. No puedes
imaginar el asco que sentía cada vez que miraba al que se suponía que era mi
hijo. Una criatura inocente, que no tenía la culpa de ser el epicentro de las
mentiras de su madre. Querido Ahmed, cuando te encontré supe que esto ocurriría
y di por hecho que viviría este momento.
Ciertamente, días antes del gran descubrimiento, Michael
desenterró una pequeña lámpara de bronce cubierta de polvo. La súbita aparición
de Ahmed desde su interior al frotarla con un paño de fieltro casi le para el
corazón. Fue en ese momento cuando vio una luz de esperanza al final del amargo
túnel en el que estaba perdido.
─Es el momento de pedir mi tercer deseo, Ahmed. Quiero que me
lleves, armado con una pistola, a conocer al padre de Oleg, antes de que él
fuera concebido─ solicitó el arqueólogo, pronunciando lentamente cada una de
las palabras ─Llévame al piso y a la puerta que sea necesario para ello.
─ ¿Estás totalmente seguro de lo que me pides, Michael? ─respondió
el genio solemnemente.
Se hizo un silencio durante unos instantes. Ambos se miraron
fijamente.
─Sí, Ahmed, ese es mi deseo─ sentenció.
─Como quieras, amigo Michael. Después de concederte este deseo no
volveremos a vernos. Yo seré libre. Así que ansío que seas feliz. Sobre todo
porque no quiero que olvides que, a pesar de tu sufrimiento, el primer deseo
que me pediste fue el de encontrar la tumba de Alejandro. No lo olvides jamás.
Vas a matar a un hombre inocente por algo que, a fin de cuentas, ha sido
secundario en tu vida. Así sea.