Yasmina
Yo crecí con Yasmina. Compartimos pupitre durante toda la
primaria. No había niña más dulce ni más alegre en todo el colegio. Sonreía con
los ojos y siempre tenía una palabra amable para los demás, incluso, para aquellos
a los que en sus casas les habían tatuado el cerebro con el desprecio hacia
otro color de piel. Ella sabía soportar ese peso con naturalidad. Nunca usó “hiyab”
y su melena negra y rizada flotaba en el viento cada vez que corríamos y, como
siempre, me vencía. Podía hacer una multiplicación de dos cifras
mentalmente y recitar las capitales de todas las nuevas repúblicas de Europa
del Este sin ningún esfuerzo. Sin saberlo entonces, yo amaba a Yasmina.
Cuando teníamos quince años su padre se radicalizó. El auge
del “yihadismo” caló en él. Obligó a Yasmina a usar el velo y, aun así,
jamás pudo borrar aquella inocente sonrisa. Poco antes de cumplir los
dieciséis, su padre concertó su matrimonio con un empresario de Fez y se la
llevó a Marruecos.
Hoy por fin he vuelto a verla, entre asustada y aliviada, al
ver como su marido se desangra tras retirar mi navaja de su cuello.