lunes, febrero 28, 2022

Yasmina

 

Yo crecí con Yasmina. Compartimos pupitre durante toda la primaria. No había niña más dulce ni más alegre en todo el colegio. Sonreía con los ojos y siempre tenía una palabra amable para los demás, incluso, para aquellos a los que en sus casas les habían tatuado el cerebro con el desprecio hacia otro color de piel. Ella sabía soportar ese peso con naturalidad. Nunca usó “hiyab” y su melena negra y rizada flotaba en el viento cada vez que corríamos y, como siempre, me vencía. Podía hacer una multiplicación de dos cifras mentalmente y recitar las capitales de todas las nuevas repúblicas de Europa del Este sin ningún esfuerzo. Sin saberlo entonces, yo amaba a Yasmina.

Cuando teníamos quince años su padre se radicalizó. El auge del “yihadismo” caló en él. Obligó a Yasmina a usar el velo y, aun así, jamás pudo borrar aquella inocente sonrisa. Poco antes de cumplir los dieciséis, su padre concertó su matrimonio con un empresario de Fez y se la llevó a Marruecos.

Hoy por fin he vuelto a verla, entre asustada y aliviada, al ver como su marido se desangra tras retirar mi navaja de su cuello.