Gracias, tabaco
Aquella mañana de uno de enero, el cementerio municipal mostraba una inusual actividad. Se contaban por cientos los ciudadanos que acudían a dar el último adios al eterno compañero de fatigas. La larga avenida que conducía al camposanto se hallaba colapsada por el tropel que, de forma espontánea, se sumaba al homenaje. Esta vez no había habido cadenas de mensajes en los móviles, ni "pásalos", ni convocatorias oficiales o veladas. Era la respuesta espontanea del pueblo a quien tanto había compartido con todos.
La fosa era de reducidas dimensiones, aunque por otro lado no hacía falta más. La muchedumbre se agolpó en derredor de la misma, pugnando codo con codo por obtener una primera fila. Hablaban en voz baja, recordando los buenos momentos que el difunto les había hecho pasar, lo cual sumaba un respetuoso murmullo que recordaba al rezo masivo del rosario.
Un coche negro se detuvo en la puerta del recinto, luctuoso, solemne. El chófer bajó apresuradamente y rodeó el vehículo para abrir la portezuela del acompañante. El anciano necesitó ayuda para salir y sentarse en la silla de ruedas recién desplegada, en tanto el conductor acomodaba en el carrito la bombona de oxígeno que lo ventilaba. Una vez preparados, el ayudante puso en manos del viejo una bandeja de plata en la que reposaba una cajita de madera.
El público abrió paso para dejar expedito el camino hasta la fosa. Avanzaban con dificultad, ya que el ayudante tenía que empujar a la vez la silla y el carrito auxiliar. Todos enmudecieron como muestra de respeto, salvo un espontáneo que gritó "no te olvidaremos", lo cual fue secundado por una tímida y breve salva de aplausos.
Se detuvieron a pocos centímetros de la hoya. La multitud los contemplo expectante. El anciano levanto lentamente la tapa de la cajita de madera y alzó la bandeja para que pudiera ser contemplada por los que allí se reunían. Todos lo reconocieron al instante. Se trataba de una cajetilla de Winston americano genuino, el del águila; de papel, no de cartón. El ayudante sostuvo la bandeja mientras la tapa era restituida, para luego tomar la caja en sus manos. Se postró ante la pequeña hendidura del suelo y acomodó el féretro en su interior. Hubo sollozos, pero fueron acallados por los firmes aplausos de despedida que ahora sí, eran incontenibles.
El anciano lagrimeaba, agradecido, emocionado. Dos paladas de tierra fueron suficientes para cubrirlo. Luego colocaron encima dos coronas de flores. En una se leía "Las autoridades sanitarias perjudican seriamente la salud". La otra rezaba "Gracias, tabaco, los fumadores no te olvidan"
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