lunes, abril 11, 2005

Las aventuras de Benigno Doctor. Capítulo II: El piercing



raro, ra.
(Del
latín rarus).
1. Que se comporta de un modo inhabitual.
2. Extraordinario, poco común o frecuente.
3. Escaso en su clase o especie.
4. Insigne, sobresaliente o excelente en su línea.
5. Extravagante de genio o de comportamiento y propenso a singularizarse.
6. Dicho principalmente de un gas enrarecido: Que tiene poca densidad y consistencia.
Ya les dije que en este pueblo pasaban cosas muy raras. Basta con mirar las acepciones de la palabra en el diccionario. Tanto que, por primera vez en mi vida, equivoqué un diagnóstico.
Aquella mañana inicié la consulta una hora más tarde de lo habitual. Podría poner otra excusa, pero la verdad es que preparé en una gestoría los papeles de solicitud de traslado.
El caso es que la primera paciente era Concha, la mujer de Genaro el quiosquero. 130 kilos de grasa, sin un solo gramo de músculo pegado al hueso. La invité a sentarse en el taburete, pero éste no tenía superficie suficiente para sostener su... bueno, no era lo bastante grande para que cupiera su... le dije que se tumbara en la camilla.
Concha me desveló los motivos de su visita. Eran dos.
"Mire usted doctor, es que tengo muchos gases. Yo en realidad no estoy tan gorda como parezco. Bueno, sí, un poco metidita en carnes si estoy, pero sólo un poco. Lo que pasa es que con estos gases se me hincha la barriga y parece mucho más."
Ciertamente, era dificil no herir su sensibilidad. Le indiqué que iba a palparle el abdomen para que se descubriera. Su barriga se desparramó por ambos lados de la camilla. A la palpación el abdomen era blando y depresible, no doloroso, no se apreciaban masas patológicas. La percusión mostraba cierto timpanismo propio de la acumulación de gas intestinal, pero nada fuera de lo común.
"Ajá", dije misterioso.
"¿Lo ve, doctor, a que que se trata de algo extraordinario, poco habitual, infrecuente?", inquirió.
"Bueno, doña Concha, sí, es cierto, parece que acumula cierto meteorismo, pero tampoco hay que alarmarse por ello, creo yo", la tranquilicé.
"¿Cómo que no? Mire usted. Cuando voy bien descargada, no se si me explico..." (hice un gesto para darle a entender que la había comprendido perfectamente), "luzco una talla 42, que tampoco está nada mal. Sin embargo, los días en los que no he podido, digamos, desahogarme, no puedo ponerme menos de la 54. Si mira usted mi armario, tengo la mitad de la izquierda con ropa para unos días y la de la derecha para los otros. Y, ciertamente, me gustaría darle una solución por el gasto que me supone comprar ropa de dos tallas distintas"
En otro lugar o circunstancia hubiera pensado que se encontraba tan acomplejada que había acabado trastornándose. Aunque claro, en otro lugar o circunstancia no habría pedido el traslado. Aquella mujer era en sí una muestra más, la enésima, de la extravagancia singular, única y genial de este esperpéntico pueblo.
Le dije que se cubriera y receté comprimidos de silicona. "Tome dos, chupados, después de cada comida, ya verá como se mejora".
"Hay otra cosa que quería comentarle, doctor. ¿Ve usted algún inconveniente en que me ponga un piercing en el ombligo?", preguntó.
Medité la respuesta. El primer inconveniente era evidentemente el estético, pero no podía aludirlo sin herirla. El segundo que se me ocurría era socioeconómico. ¿Había suficiente acero quirúrgico en el país como para fundir un piercing visible en aquella damisela? Difícilmente.
"No, no veo ninguna objeción", respondí, " pero, ¿cómo es que a su edad se inclina por este tipo de adorno?"
"Ay, doctor, no se cómo explicarle sin ponerme colorada, pero es que a mi Genaro le excitan mucho las jovencitas con esos pendientitos tan monos enseñando el ombligo y claro..."
"Deje, deje, no me diga más", interrumpí para evitar imaginarme las escenas íntimas de la pareja. Despedí a doña Concha que se fue más contenta que unas pascuas.
El resto de la mañana transcurrió relativamente plácida, hasta que poco antes de cerrar, oí una detonación cercana, y enseguida vinieron a buscarme con urgencia. Era Dion, el hijo punky de Dionisio el taxista (se había acortado el nombre tras pasar un mes de intercambio en Belfast). "Venga rápido", me dijo, desencajado.
Dion había abierto un estudio de tatuajes y perforaciones al final de la calle. Caminaba tan deprisa que yo no podía seguirle corriendo. Cuando llegamos a su establecimiento, me di cuenta de mi error. Concha, al salir de mi consulta, había acudido inmediatamente a ver a Dion. Elia, su ayudante (curioso diminutivo de Rogelia), la cual yacía en el suelo, comatosa, había preparado el material y acomodado a Concha en la camilla. Fue al perforarla cuando se produjo la explosión. La inhalación de gases había dejado a Elia en aquel estado. Por Concha no pudimos hacer nada. Se había desinflado.