lunes, abril 11, 2005

Las aventuras de Benigno Doctor. Capítulo I: Kurtura

Creía que estaba preparado para casi todo. Cuando salí de la facultad de Medicina, hace año y poco, cegado por la acción de series desenfocadas como Urgencias y Hospital Central (si, vale, era chusquera, pero daba al médico cierta aureola de inmaculado superhéroe que me hacía imaginarme volando por los pasillos de urgencia con la bata blanca al vuelo cual alba capa, salvando vidas y guiñando a las enfermeras mientras el brillo de la sonrisa deslumbraba a la cámara y ocultaba la mella de mi canino superior izquierdo), me sentía capaz de afrontar con éxito cualquier caso clínico que se me presentara.
Hasta que llegué aquí. En este pueblo ocurren cosas que no son normales. No digo esotéricas, paranormales o truculentas. No se trata de ese tipo de cosas. Me refiero a que la gente de este pueblo no es "normal", en el sentido estricto de la palabra. Y los casos que me plantean me desarman por completo, me encuentro indefenso ante el enemigo, incapaz de encontrar soluciones que consigan, no ya mejorar la salud de la población, qué utopía, sino tan sólo evitar que no se maten vivos con las cosas que se les ocurren.

¿Que quién soy yo? Mi nombre es Benigno Doctor, que como imaginarán, me ha ocasionado un sin fin de anécdotas y malentendidos del tipo “el doctor Doctor, don Maligno, me ha dicho que mi tumor era Benigno”, y cosas así. Nimiedades. Nada comparable con mis pacientes. Como Paco Sacasiete.

Recuerdo que aquella mañana transcurrió de forma extrañamente apacible. En estos parajes del interior, las mañanas de junio son ya insoportables.

Aparte de los chequeos y revisiones rutinarias, sólo había tenido que atender dos urgencias.

La primera, Antón Pisuerga, mordido por su cerdo semental. Antón había estado recolectando la miel de sus panales. Luego de depositarla en un cubo, comprobó que le faltaba el anillo de casado. Dado que la última vez que lo perdió, su esposa le clavó el cuchillo del pan en la sien y poniéndole a pique de un repique, no tuvo más opción que meter la mano hasta el codo en el recipiente. Sin tiempo para lavarse, al pasar por la porquera acarició la cabeza de “Aznar”, su semental. Se lo tuvieron que traer con cerdo y todo, ya que no había manera de que lo soltara. Tuve que distraerlo con mi bocadillo de tortilla para que liberara la mano de su amo.
Más tarde acudió Olegaria, la abuela del pueblo (102 años contaba), cuya menstruación llegaba este mes “con ganas de guerra”, como ella misma describió, y que venía a pedirme que le recetara morfina, como en otras ocasiones.

Ya estaba cerrando la consulta cuando vi aproximarse a Paco Sacasiete, con una gabardina abotonada hasta la barbilla, medio asfixiado, siendo literalmente arrastrado por su esposa Gertrudis, la cual, sin ninguna amabilidad, me chilló que esperara, que se trataba de una emergencia.

Yo, que me temía lo peor, porque estas visitas inesperadas nunca traían nada bueno, estuve a punto de salir huyendo calle abajo, pero el recuerdo del juramento hipocrático (al griego de las narices me gustaría a mi ver en estas) me hizo desistir, y franqueé el paso al matrimonio.

Les invité a sentarse y ponerse cómodos, cosa que hizo Gertrudis pero a la que se negó Paco, argumentando que estaba mejor de pie y con la gabardina. A la vista de las gotas de sudor del tamaño de aceitunas que le resbalaban por la cara, puse a tope el aire acondicionado.

“Ustedes dirán”, me vi obligado a decir, por imperativo profesional, temiéndome la respuesta.

“Verá...”, intentó comenzar Paco antes de ser interrumpido por su esposa.
“Mire usted, toda la culpa la tienen los Chickchenaaboo”, acusó la mujer.
Se estableció un incómodo silencio, que sólo pude interrumpir para repetir “Ah, los chichinabos”
“Chick-che-naa-boo, de Uganda”, me corrigió Gertrudis irritada, a lo que sólo pude responder “Ah, claro, los de Uganda”.

Conocía a la extraña pareja desde que llegué aquí. Paco era un ganadero jubilado desde que se infartó hacía dos años. Sus hijos se ocupaban desde entonces de la granja, muy a pesar de aquel hombre que hubiera dado su vida por seguir cuidando sus bestias antes que lidiar con su mujer, famosa por su irascible carácter.

Gertrudis tomó la palabra en posesión absoluta, para relatarme cómo estaban ya cansados de ver en la tele la piara de maricones y putas que salían constantemente hablando de guarradas y cómo se habían privado del fútbol para evitar así emociones fuertes que pudieran afectar al delicado corazón de su marido. Para mí me dije yo que si su marido le sobrevivía a ella no habría infarto que lo tumbara, pero intenté concentrarme. Reparé en que, intentando seguir el hilo de la narración en la hoja de asistencia, la había emborronado con la Mont Blanc que me regaló mi padre al graduarme, así que, arrugué la hoja, la tiré a la papelera, y resumí en una nueva “Paco, el de los chichinabos de Uganda”

Me disculpé por la interrupción e invité a Gertrudis a continuar su relato. Me explicó que, como último recurso televisivo, se habían aficionado a los documentales del Nachional Geografic y que disfrutaban viendo como las panteras se comían a los antílopes y muchas cosas más, que ellos echaban en falta la cultura a la que no habían tenido acceso y que desde que tenían este hábito se sentían mucho más cultos.

“Pero el documental que más nos llamó la atención fue el que describía la forma de vida y costumbres de la tribu de los Chickchenaaboos, de Uganda. Los Chickchinaaboos son un pueblo ganadero, nómada, cuyas tradiciones nos fascinaron enseguida. Por ejemplo, su gastronomía. Tienen un gran variedad de platos, aunque el principal, el perro asado, no nos gustó demasiado”

Se interrumpió al ver mis ojos abiertos como platos ante lo que acababa de relatarme. No podía salir de mi asombro

“Sí, sí, asamos a Mikaelo, uno de nuestros galgos, el que vimos más metido en carnes, pero se ve que los condimentos no son los mismos, porque no nos hizo mucha gracia.”

Sostuve mi cabeza deseando taparme los oídos, con los codos apoyados en la mesa, preguntándome por qué no me hice fontanero.

“Otra de las cosas que nos llamó la atención fue la forma de dormir. Al ser un pueblo nómada, acostumbraban a fabricar jergones con matojos. Nosotros quitamos el colchón y la tapa del canapé y llenamos los huecos con paja, pero por la mañana amanecimos con las yeguas pastando en nuestro dormitorio. Claro, como ellos no tienen caballos...”

“Escayolista tampoco hubiera sido mala profesión”, pensé

“Pero lo que más nos impresionó fueron sus costumbres sexuales. En especial, una técnica para agrandar el pene, que como Paco siempre la ha tenido muy chiquitilla, pusimos en práctica en seguida”, expuso sin ningún rubor ante la vergüenza que estaba pasando su marido, que no se atrevía a articular palabra, a punto del colapso dentro de su gabardina.

“Los chikchenaaboo introducen el pene en una calabaza hueca, la cual fijan al pellejo con unos palillos. Luego, cuelgan un peso de la calabaza y caminan durante días de esa manera”

Proferí un grito de espanto. “¡¡¡¿Se ha perforado el prepucio con palillos de dientes, so animal?!!!!

Ambos me miraron perplejos, hasta que Gertrudis estalló. “¿Pero qué dice, tarado?¿Por quien nos toma? Nosotros tenemos mucha más cultura, hombre, y sabemos que hay algunas cosas que no podemos hacer”, se defendió.

“Ufff, menos mal”, resoplé, “ya me temía lo peor”.

“Pues claro”, respondió, “vimos que lo de la calabaza era imposible, pero encontramos un trozo de tubo de PVC en el granero, de cuando hicimos el cuarto de baño”

“Pero el PVC no se pude perforar con palillos”, exclamé

“Y dale con los palillos. ¿Para qué íbamos a querer palillos, si también nos quedaba el pegamento?”, concluyó. Paco abrió su gabardina y se mostró enganchado a unos 40 centímetros de cilindro gris que le llegaba hasta el cuello. El golpe de mi cabeza contra la mesa irritó a Gertrudis, la cual me gritó que no me durmiera, que ahora no podían despegar el tubo y que para eso habían venido.

Durante dos horas manipulé el pene de un ganadero jubilado con disolvente hasta liberarlo de su cautiverio. Lejos de agradecérmelo, se fueron decepcionados al comprobar que no sólo no había crecido ni un solo centímetro el miembro viril sino que, además, la irritación que le provocó el disolvente le escocería al orinar durante semanas.
Por eso quiero irme de aquí, porque esta gente no es normal. No soporto este pueblo. Mañana mismo pido el traslado. No lo aguanto más.