miércoles, mayo 31, 2006

El Dragón Sito

Érase una vez, en un reino muy lejano, que habitaba la última familia de dragones que quedaba en la tierra. Vivían en el cráter de un enorme volcán, tan alto que nadie se atrevía a escalarlo. Es por eso que llevaban una vida muy tranquila.

En el interior del volcán había una profunda mina de donde sacaban su alimento favorito, el carbón, imprescindible para poder soltar terribles llamaradas por sus fauces. Para encender el carbón, todas las mañanas abrevaban en un gran río de lava para desayunar. La lava, incandescente, encendía el carbón y ya tenían combustible para soltar fuego todo el día.

De hecho, el dragón Zote, después de tragar litros y litros de lava, soltaba un sonoro eructo y lanzaba una gran llama en señal de que le había sentado bien. El dragón Sito, su hijo, no conseguía hacer saltar más que unas pocas chispas, pero de todos es sabido que el estómago de los niños dragones, aún lleno de leche materna, no está preparado para hacer de lanzallamas.

Sito casi nunca se alejaba del hogar familiar. Su mamá, la dragón Zota, siempre le advertía:

- No te alejes de nosotros si te vas a jugar. Puede que, algún día, aparezcan esos míseros humanos y te quieran cazar, como ocurrió con tus tíos, y tus primos, y tus abuelos, etc, etc, etc.

Era por eso que sólo quedaban ellos, ya que entre los humanos era frecuente la costumbre de matar dragones como muestra de valentía.

Uno de esos humanos era el caballero Don Rodrigo, que era un tipo muy peculiar. Paticorto y cabezón, cuando se ponía su armadura difícilmente podía dar un paso, ya que las armaduras estaban fabricadas para caballeros de piernas más largas, y él apenas alcanzaba a tocar el suelo de puntillas cuando se metía dentro.

Don Rodrigo estaba muy agobiado porque, habiendo cumplido ya los cuarenta años, aún no había conseguido echarse ninguna novia y ya, más que en edad de merecer, estaba desmereciendo un poco.

Le tenía el ojo echado a una princesa de aquel reino, la cual era famosa porque nadie allí ni en ningún otro reino, sabía si era más bella o más engreída. La princesa, que sabía que sus primas se habían casado con valientes caballeros que habían sido capaces de matar un dragón por ellas, y que sabía también que era la más guapa de todas las primas, le tenía dicho a don Rodrigo cuál era la prueba de amor que ella exigía.

- Tendrás que matar un dragón por mí – dijo la princesa
- ¿Un dragón? – respondió Don Rodrigo – pero si ya casi no quedan. Los maridos de tus primas prácticamente han acabado con ellos.
- Ahhhhh, se siente. No me casaré con ningún caballero si no es capaz de matar a un dragón por mí. Con algo tendré que hacer la alfombra del salón de mi castillo, digo yo...

Don Rodrigo, que el día que repartían el valor estaba en casa con gripe, no tenía ninguna gana de enfrentarse a un dragón. Es más. Los dragones no le habían hecho nada malo, y más ganas le tenía al herrero que le había hecho la armadura con unos perniles tan largos.

Pero claro, todos sus compañeros de promoción de la Real Academia de Caballeros Andantes ya estaban bien casados con damas de la nobleza, y el que más y el que menos, había matado dragones, glifos o minotauros como prueba del amor que le tenían a sus esposas.

Así que, una mañana, muerto de miedo, hizo de tripas corazón y, antes de partir, se plantó bajo la almena donde la princesa tenía su dormitorio y le gritó:

- Princesa, mataré un dragón por ti – dijo, y luego, por lo bajinis – aunque sea uno chiquitito

Y emprendió camino, siguiendo los mapas, hacia las regiones más áridas del reino, donde antaño habían vivido tranquilas familias de dragones, glifos y minotauros, de los cuales, salvo por Sito y sus padres, ya no quedaba ninguno.

Y caminó y caminó durante una semana, hasta que se encontró con una señal de tráfico triangular en la que, dentro de un triángulo rojo, un dragón negro desplegaba sus alas. Como todo el mundo sabe, esa señal significaba “Peligro, Dragones Sueltos”

Así que lo más sigilosamente que pudo (como recordareis, don Rodrigo siempre andaba de puntillas), se acercó a la falda del volcán, esperando encontrar desprevenido algún dragón despistado.

Como ocurría a menudo con los niños dragones, Sito no le hizo ni caso a las advertencias que le hizo mamá, y en un descuido de sus padres, se fue a jugar por los alrededores del volcán. Estaba tan entretenido intentando prender de un chispazo un manojo de paja seca, que no se dio cuenta de la presencia de Don Rodrigo

El humano, al ver un dragón tan pequeñito, pensó que ese valdría, ya que la princesa no había especificado el tamaño de la alfombra que quería. Así que con mucho cuidado de no hacer ruido, preparó su arco y su flecha, tensó la cuerda y se dispuso a disparar.

- Uno, dos y ...

Y a la que iban a hacer tres, una gigantesca llama le chamuscó el trasero. Tan concentrado había estado en no hacer un ruido que espantara al pequeño dragón, que no se había dado cuenta de que por detrás se le acercaba el dragón Zote, el cual hizo un asado de posaderas de caballero en un momento. Don Rodrigo corrió, corrió y corrió tanto, que tardó media mañana en hacer el camino de vuelta al castillo, aquel que en la ida le había llevado una semana.

El dragón Zote regañó a Sito por haberle desobedecido y hay incluso quien dice que llegó a darle un azote en el culo, aunque esto no está comprobado, porque, como todo el mundo sabe, en aquellos tiempos estaba muy mal visto que los papás dragones le dieran un azote a sus hijos descarriados.

Nunca más se vio un humano por aquellos lares. Ninguno, tras ver que Don Rodrigo tardó dos años enteros en poder sentarse derecho, se atrevió a volver por allí.

Además, hubo algo en lo que Rodrigo acertó. Cansado de la altiva princesa a la que pretendía, consiguió emparejarse con una duquesa, heredera de un ducado de la costa. Como prueba de su amor hacia ella, en vez de matar a ningún animal, el caballero le puso a su nombre un chalet junto a la playa. Esa costumbre fue imitada por el resto de caballeros, ya que era mucho menos peligrosa, pero igualmente efectiva. De hecho hoy, en nuestros días, sigue siendo una costumbre muy arraigada. Pero eso, hijos míos, es otra historia. Lo que sí puedo deciros es que, no muy lejos de aquí, fue donde don Rodrigo y su amada vivieron felices por el resto de sus días y si vais con vuestro papás hacia Málaga, podréis ver un cartel en la carretera que indica el lugar “El Puerto de la Duquesa”

De los dragones, nunca más se supo, y se les da por extinguidos, aunque me parece que cuando en verano hace tanto calor, es porque por ahí hay alguien que se ha tomado un buen trago de lava para desayunar.

1 Comments:

At 28 de septiembre de 2008, 6:14, Blogger haruhi said...

muy bonito to cuento,pues sigue asi...

 

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