sábado, abril 16, 2005

Dermonauta

Estimada señorita:

Mediante la presente quisiera expresarle mi firme decisión de contar, censar y trazar un mapa de sus lunares. Soy consciente de que tan laboriosa tarea me llevará toda la vida, más espero que ésto no suponga para usted un inconveniente.
Estoy dispuesto a poner todos los medios a mi alcance y más allá para que el trancurso de estas exploraciones no le sea en ningún modo desagradable y, en cualquier caso, le suponga una experiencia grata y placentera.
Debe saber que me impulsan motivos estrictamente científicos y que en nada me dejo llevar por el profundo amor que le profeso ni por la febril atracción que siento hacia usted, dama de extraordinaria belleza y sensualidad, que se ha apoderado aún sin saberlo de mi corazón.
Suyo, que ya lo soy, me despido atentamente:

Dermonauta

lunes, abril 11, 2005

Las aventuras de Benigno Doctor. Capítulo II: El piercing



raro, ra.
(Del
latín rarus).
1. Que se comporta de un modo inhabitual.
2. Extraordinario, poco común o frecuente.
3. Escaso en su clase o especie.
4. Insigne, sobresaliente o excelente en su línea.
5. Extravagante de genio o de comportamiento y propenso a singularizarse.
6. Dicho principalmente de un gas enrarecido: Que tiene poca densidad y consistencia.
Ya les dije que en este pueblo pasaban cosas muy raras. Basta con mirar las acepciones de la palabra en el diccionario. Tanto que, por primera vez en mi vida, equivoqué un diagnóstico.
Aquella mañana inicié la consulta una hora más tarde de lo habitual. Podría poner otra excusa, pero la verdad es que preparé en una gestoría los papeles de solicitud de traslado.
El caso es que la primera paciente era Concha, la mujer de Genaro el quiosquero. 130 kilos de grasa, sin un solo gramo de músculo pegado al hueso. La invité a sentarse en el taburete, pero éste no tenía superficie suficiente para sostener su... bueno, no era lo bastante grande para que cupiera su... le dije que se tumbara en la camilla.
Concha me desveló los motivos de su visita. Eran dos.
"Mire usted doctor, es que tengo muchos gases. Yo en realidad no estoy tan gorda como parezco. Bueno, sí, un poco metidita en carnes si estoy, pero sólo un poco. Lo que pasa es que con estos gases se me hincha la barriga y parece mucho más."
Ciertamente, era dificil no herir su sensibilidad. Le indiqué que iba a palparle el abdomen para que se descubriera. Su barriga se desparramó por ambos lados de la camilla. A la palpación el abdomen era blando y depresible, no doloroso, no se apreciaban masas patológicas. La percusión mostraba cierto timpanismo propio de la acumulación de gas intestinal, pero nada fuera de lo común.
"Ajá", dije misterioso.
"¿Lo ve, doctor, a que que se trata de algo extraordinario, poco habitual, infrecuente?", inquirió.
"Bueno, doña Concha, sí, es cierto, parece que acumula cierto meteorismo, pero tampoco hay que alarmarse por ello, creo yo", la tranquilicé.
"¿Cómo que no? Mire usted. Cuando voy bien descargada, no se si me explico..." (hice un gesto para darle a entender que la había comprendido perfectamente), "luzco una talla 42, que tampoco está nada mal. Sin embargo, los días en los que no he podido, digamos, desahogarme, no puedo ponerme menos de la 54. Si mira usted mi armario, tengo la mitad de la izquierda con ropa para unos días y la de la derecha para los otros. Y, ciertamente, me gustaría darle una solución por el gasto que me supone comprar ropa de dos tallas distintas"
En otro lugar o circunstancia hubiera pensado que se encontraba tan acomplejada que había acabado trastornándose. Aunque claro, en otro lugar o circunstancia no habría pedido el traslado. Aquella mujer era en sí una muestra más, la enésima, de la extravagancia singular, única y genial de este esperpéntico pueblo.
Le dije que se cubriera y receté comprimidos de silicona. "Tome dos, chupados, después de cada comida, ya verá como se mejora".
"Hay otra cosa que quería comentarle, doctor. ¿Ve usted algún inconveniente en que me ponga un piercing en el ombligo?", preguntó.
Medité la respuesta. El primer inconveniente era evidentemente el estético, pero no podía aludirlo sin herirla. El segundo que se me ocurría era socioeconómico. ¿Había suficiente acero quirúrgico en el país como para fundir un piercing visible en aquella damisela? Difícilmente.
"No, no veo ninguna objeción", respondí, " pero, ¿cómo es que a su edad se inclina por este tipo de adorno?"
"Ay, doctor, no se cómo explicarle sin ponerme colorada, pero es que a mi Genaro le excitan mucho las jovencitas con esos pendientitos tan monos enseñando el ombligo y claro..."
"Deje, deje, no me diga más", interrumpí para evitar imaginarme las escenas íntimas de la pareja. Despedí a doña Concha que se fue más contenta que unas pascuas.
El resto de la mañana transcurrió relativamente plácida, hasta que poco antes de cerrar, oí una detonación cercana, y enseguida vinieron a buscarme con urgencia. Era Dion, el hijo punky de Dionisio el taxista (se había acortado el nombre tras pasar un mes de intercambio en Belfast). "Venga rápido", me dijo, desencajado.
Dion había abierto un estudio de tatuajes y perforaciones al final de la calle. Caminaba tan deprisa que yo no podía seguirle corriendo. Cuando llegamos a su establecimiento, me di cuenta de mi error. Concha, al salir de mi consulta, había acudido inmediatamente a ver a Dion. Elia, su ayudante (curioso diminutivo de Rogelia), la cual yacía en el suelo, comatosa, había preparado el material y acomodado a Concha en la camilla. Fue al perforarla cuando se produjo la explosión. La inhalación de gases había dejado a Elia en aquel estado. Por Concha no pudimos hacer nada. Se había desinflado.

Las aventuras de Benigno Doctor. Capítulo I: Kurtura

Creía que estaba preparado para casi todo. Cuando salí de la facultad de Medicina, hace año y poco, cegado por la acción de series desenfocadas como Urgencias y Hospital Central (si, vale, era chusquera, pero daba al médico cierta aureola de inmaculado superhéroe que me hacía imaginarme volando por los pasillos de urgencia con la bata blanca al vuelo cual alba capa, salvando vidas y guiñando a las enfermeras mientras el brillo de la sonrisa deslumbraba a la cámara y ocultaba la mella de mi canino superior izquierdo), me sentía capaz de afrontar con éxito cualquier caso clínico que se me presentara.
Hasta que llegué aquí. En este pueblo ocurren cosas que no son normales. No digo esotéricas, paranormales o truculentas. No se trata de ese tipo de cosas. Me refiero a que la gente de este pueblo no es "normal", en el sentido estricto de la palabra. Y los casos que me plantean me desarman por completo, me encuentro indefenso ante el enemigo, incapaz de encontrar soluciones que consigan, no ya mejorar la salud de la población, qué utopía, sino tan sólo evitar que no se maten vivos con las cosas que se les ocurren.

¿Que quién soy yo? Mi nombre es Benigno Doctor, que como imaginarán, me ha ocasionado un sin fin de anécdotas y malentendidos del tipo “el doctor Doctor, don Maligno, me ha dicho que mi tumor era Benigno”, y cosas así. Nimiedades. Nada comparable con mis pacientes. Como Paco Sacasiete.

Recuerdo que aquella mañana transcurrió de forma extrañamente apacible. En estos parajes del interior, las mañanas de junio son ya insoportables.

Aparte de los chequeos y revisiones rutinarias, sólo había tenido que atender dos urgencias.

La primera, Antón Pisuerga, mordido por su cerdo semental. Antón había estado recolectando la miel de sus panales. Luego de depositarla en un cubo, comprobó que le faltaba el anillo de casado. Dado que la última vez que lo perdió, su esposa le clavó el cuchillo del pan en la sien y poniéndole a pique de un repique, no tuvo más opción que meter la mano hasta el codo en el recipiente. Sin tiempo para lavarse, al pasar por la porquera acarició la cabeza de “Aznar”, su semental. Se lo tuvieron que traer con cerdo y todo, ya que no había manera de que lo soltara. Tuve que distraerlo con mi bocadillo de tortilla para que liberara la mano de su amo.
Más tarde acudió Olegaria, la abuela del pueblo (102 años contaba), cuya menstruación llegaba este mes “con ganas de guerra”, como ella misma describió, y que venía a pedirme que le recetara morfina, como en otras ocasiones.

Ya estaba cerrando la consulta cuando vi aproximarse a Paco Sacasiete, con una gabardina abotonada hasta la barbilla, medio asfixiado, siendo literalmente arrastrado por su esposa Gertrudis, la cual, sin ninguna amabilidad, me chilló que esperara, que se trataba de una emergencia.

Yo, que me temía lo peor, porque estas visitas inesperadas nunca traían nada bueno, estuve a punto de salir huyendo calle abajo, pero el recuerdo del juramento hipocrático (al griego de las narices me gustaría a mi ver en estas) me hizo desistir, y franqueé el paso al matrimonio.

Les invité a sentarse y ponerse cómodos, cosa que hizo Gertrudis pero a la que se negó Paco, argumentando que estaba mejor de pie y con la gabardina. A la vista de las gotas de sudor del tamaño de aceitunas que le resbalaban por la cara, puse a tope el aire acondicionado.

“Ustedes dirán”, me vi obligado a decir, por imperativo profesional, temiéndome la respuesta.

“Verá...”, intentó comenzar Paco antes de ser interrumpido por su esposa.
“Mire usted, toda la culpa la tienen los Chickchenaaboo”, acusó la mujer.
Se estableció un incómodo silencio, que sólo pude interrumpir para repetir “Ah, los chichinabos”
“Chick-che-naa-boo, de Uganda”, me corrigió Gertrudis irritada, a lo que sólo pude responder “Ah, claro, los de Uganda”.

Conocía a la extraña pareja desde que llegué aquí. Paco era un ganadero jubilado desde que se infartó hacía dos años. Sus hijos se ocupaban desde entonces de la granja, muy a pesar de aquel hombre que hubiera dado su vida por seguir cuidando sus bestias antes que lidiar con su mujer, famosa por su irascible carácter.

Gertrudis tomó la palabra en posesión absoluta, para relatarme cómo estaban ya cansados de ver en la tele la piara de maricones y putas que salían constantemente hablando de guarradas y cómo se habían privado del fútbol para evitar así emociones fuertes que pudieran afectar al delicado corazón de su marido. Para mí me dije yo que si su marido le sobrevivía a ella no habría infarto que lo tumbara, pero intenté concentrarme. Reparé en que, intentando seguir el hilo de la narración en la hoja de asistencia, la había emborronado con la Mont Blanc que me regaló mi padre al graduarme, así que, arrugué la hoja, la tiré a la papelera, y resumí en una nueva “Paco, el de los chichinabos de Uganda”

Me disculpé por la interrupción e invité a Gertrudis a continuar su relato. Me explicó que, como último recurso televisivo, se habían aficionado a los documentales del Nachional Geografic y que disfrutaban viendo como las panteras se comían a los antílopes y muchas cosas más, que ellos echaban en falta la cultura a la que no habían tenido acceso y que desde que tenían este hábito se sentían mucho más cultos.

“Pero el documental que más nos llamó la atención fue el que describía la forma de vida y costumbres de la tribu de los Chickchenaaboos, de Uganda. Los Chickchinaaboos son un pueblo ganadero, nómada, cuyas tradiciones nos fascinaron enseguida. Por ejemplo, su gastronomía. Tienen un gran variedad de platos, aunque el principal, el perro asado, no nos gustó demasiado”

Se interrumpió al ver mis ojos abiertos como platos ante lo que acababa de relatarme. No podía salir de mi asombro

“Sí, sí, asamos a Mikaelo, uno de nuestros galgos, el que vimos más metido en carnes, pero se ve que los condimentos no son los mismos, porque no nos hizo mucha gracia.”

Sostuve mi cabeza deseando taparme los oídos, con los codos apoyados en la mesa, preguntándome por qué no me hice fontanero.

“Otra de las cosas que nos llamó la atención fue la forma de dormir. Al ser un pueblo nómada, acostumbraban a fabricar jergones con matojos. Nosotros quitamos el colchón y la tapa del canapé y llenamos los huecos con paja, pero por la mañana amanecimos con las yeguas pastando en nuestro dormitorio. Claro, como ellos no tienen caballos...”

“Escayolista tampoco hubiera sido mala profesión”, pensé

“Pero lo que más nos impresionó fueron sus costumbres sexuales. En especial, una técnica para agrandar el pene, que como Paco siempre la ha tenido muy chiquitilla, pusimos en práctica en seguida”, expuso sin ningún rubor ante la vergüenza que estaba pasando su marido, que no se atrevía a articular palabra, a punto del colapso dentro de su gabardina.

“Los chikchenaaboo introducen el pene en una calabaza hueca, la cual fijan al pellejo con unos palillos. Luego, cuelgan un peso de la calabaza y caminan durante días de esa manera”

Proferí un grito de espanto. “¡¡¡¿Se ha perforado el prepucio con palillos de dientes, so animal?!!!!

Ambos me miraron perplejos, hasta que Gertrudis estalló. “¿Pero qué dice, tarado?¿Por quien nos toma? Nosotros tenemos mucha más cultura, hombre, y sabemos que hay algunas cosas que no podemos hacer”, se defendió.

“Ufff, menos mal”, resoplé, “ya me temía lo peor”.

“Pues claro”, respondió, “vimos que lo de la calabaza era imposible, pero encontramos un trozo de tubo de PVC en el granero, de cuando hicimos el cuarto de baño”

“Pero el PVC no se pude perforar con palillos”, exclamé

“Y dale con los palillos. ¿Para qué íbamos a querer palillos, si también nos quedaba el pegamento?”, concluyó. Paco abrió su gabardina y se mostró enganchado a unos 40 centímetros de cilindro gris que le llegaba hasta el cuello. El golpe de mi cabeza contra la mesa irritó a Gertrudis, la cual me gritó que no me durmiera, que ahora no podían despegar el tubo y que para eso habían venido.

Durante dos horas manipulé el pene de un ganadero jubilado con disolvente hasta liberarlo de su cautiverio. Lejos de agradecérmelo, se fueron decepcionados al comprobar que no sólo no había crecido ni un solo centímetro el miembro viril sino que, además, la irritación que le provocó el disolvente le escocería al orinar durante semanas.
Por eso quiero irme de aquí, porque esta gente no es normal. No soporto este pueblo. Mañana mismo pido el traslado. No lo aguanto más.







miércoles, abril 06, 2005

El loro de Gyurcsany

Dentro de la extensa variedad en la fauna científica es más que notable el caso del neurótico perro de Pavlov, obsesionado con las campanas hasta el punto de caérsele la baba.

Menos conocido es sin embargo el caso del loro de Gyurcsany. Ferenc Gyurcsany, nutricionista y fisiólogo húngaro nacido en Pecs en 1913, dedicó su vida a estudiar la relación entre la alimentación y el crecimiento de los anejos cutáneos, pelo y uñas. Gyursany, luego de finalizar sus estudios de medicina en la Universidad de Busapest en 1940, y de colaborar con la alemania nazi en el estudio de la fisiología semita durante la 2ª Guerra Mundial, se estableció en Gyor para alternar la docencia universitaria con su verdadera pasión, la investigación.

Los efectos de la post guerra se dejaron notar en a economía magyar, más aún con la instauración de la República Popular de Hungría, de talante comunista. El hambre hacía escasear las ratas de laboratorio pero Ferenc, inasequible al desaliento, decidió utilizar a su loro "Rakosi", llamado así en honor al jefe de gobierno, para sus experimentos nutricionales.

De tal manera, fue en mayo de 1947 cuando Gyurcsany comenzó a estudiar el efecto de la alimentación en la cantidad y calidad de las plumas y uñas. Inicialmente, "Rakosi" fue sometido a una estricta dieta a base de zanahorias y cebolla, obteniendo al cabo de pocos meses un bello plumaje lleno de brillo y colorido. Ante la escasez de alimentos, el científico se vió obligado a introducir cambios en la conducta alimentaria del psitácido. En febrero de 1948 comenzó a experimentar con algunas variedades de insectos y flores, pero la implantación de diversos planes de desarrollo en el país y la colectivización de la agricultura le obligaron a abandonar esta materia prima. En enero de 1949, experimentó el uso de un picado a base de raíces de matojo de un jardín cercano y concha de caracol desecada. Tanto el plumaje como la salud del pájaro se vieron afectadas, sufriendo "Rakosi" una copiosa diarrea durante varios meses que le llevó a perder peso y la mitad de sus coloridas plumas. Tras esquilmar el jardín, el investigador ideó una papilla en la que mezclaba agua, ralladura de tiza y polvo de las estanterías de su laboratorio. Ocasionalmente, al aporte protéico que suponían los ácaros, añadía algún arácnido que encontrara fenecido en el recinto. ""Rakosi" se veía anímicamente afectado por la pérdida total del plumaje, mostrándose en ocasiones ausente y taciturno ante las invitaciones a alimentarse de su amo. Otra función que se vió consideráblemente afectada en el animal fue el habla. De articular una treintena aproximada de palabras pasó, en menos de una año, a emitir unas pocas que, incluso, el científico nunca había oído decir antes ni le había enseñado a pronunciar, tales como "sádico" o "asesino". También acabó perdiendo las uñas, aunque esto fue debido a su resistencia a ser arrastrado hacia el comedero.

La negativa posterior del loro a ingerir alimento de cualquier tipo no supuso un obstáculo para el tenaz científico. Sabedor de que los avances de científicos americanos y del suizo Reichstein en lo relativo a las hormonas de la corteza adrenal les hacía firmes candidatos al Nobel, tomó la dolorosa decisión de intubar al loro. Previamente, había intentado sin éxito cortar o mitigar en la medida de lo posible la diarrea a base de perdigones. Esto había hecho aumentar de peso al animal, pero no solucionó el desarreglo intestinal. Tras la instauración de la sonda gástrica, Gyurcsani, siguió introduciendo modificaciones en la papilla base, intercambiando algunos elementos. Intentó aumentar el aporte de sales minerales sustituyendo el agua por su propia orina, pero no obtuvo mejoría. La introducción de otros nutrientes, como la pasta de papel, aceite de motor o la guindilla picante no hicieron otra cosa que empeorar la ya maltrecha salud de "Rakosi".

En junio de 1951, en una calurosa mañana, se produjo un hecho completamente inesperado. Ya hacía meses que el pobre pájaro no pronunciaba ninguna palabra, no se sabe si en rebeldía por la pobreza y racanería de su dieta o si tal vez era simplemente por la falta de fuerzas. El caso es que justo cuando Gyurcsani se disponía a administrarle su ración diurna de engrudo, el animal profirió su última y postrera palabra, "cabrón", y falleció.

Ferenc Gyurcsani postuló en 1953, tras analizar durante dos años los resultados de su trabajo que "la dieta inadecuada puede producir, inesperadamente, un deterioro en los modales y la educación de los individuos, hecho éste mediado posiblemente, aunque aún sujeto a experimentaciones posteriores, por alguna hormona de la corteza adrenal"

Personaje Público

- Oiga. ¿Por qué me sigue? - le digo al individuo del micro.

- Estoy trabajando.

- Pues váyase a trabajar a otra parte - le espeto cambiando de acera

- No puedo. Es que usted es noticia

Me paro. Miro fíjamente al del micro y al de la cámara. Por lo que puedo ver, dos niñatos a tiempo parcial.

- ¿Cómo que soy noticia? ¿Por ir a la oficina soy noticia?

- ¿No se acuerda que el viernes por la mañana coincidió en la cola del pan con Belén Esteban?

- ¿Con quién? - respondo perplejo.

- No se haga el despistado. Intercambiaron unas palabras disimuladamente y luego salieron en direcciones opuestas.

- ¿Y? - Mi paciencia se va agotando

- Obviamente tenían un plan. Nos pillaron desprevenidos, nuestro reportero se vió obligado a perseguir a Belén y luego la perdió - explica el del micro

- Pero ¿quién es esa Belén? Creo que se confunden. Discúlpenme pero llego tarde.

Emprendo el camino de la oficina calle abajo. Descubro que me persiguen. Me paro

- ¿Qué opina su mujer de la relación que usted mantiene con Belén Esteban? - me interroga.

- Yo no tengo mujer - respondo intentando despistar

- Usted está casado con Carmen García, dueña de la boutique "Glamour", donde Belén compró el martes 15 un vestido de noche.

- ¿Cómo sabe eso? y ¿Quién es esa Belén?

- Le hemos investigado. ¿Le ha presentado ya a Andreita? ¿Qué opina de Jesulín como padre?

- Pero ¿qué Andreita? - pierdo los nervios y la emprendo a voces con mis perseguidores - ¿qué Jesulín? ¿El padre de quién?

- Je-su-lín de U-bri-que, por supuesto - silabea con retintín

- ¿El torero? -

Hago memoria. El tipo este salía con una pava fea a la que dejó preñada y luego se lió la grande cuando no se casaron. Ya decía yo que me sonaba la cara de la tía de la panadería. Me pidió 20 céntimos para no cambiar el billete de 50 €. veo la luz al final del tunel.

- Vale. Me habeis pillado. Pero se ve que sois novatos en esto. No os habeis dado cuenta de la movida -

Me miran con caritas de yonofuí.

- Si, Belén me habló a mí, pero si os hubiérais fijado bien, yo sólo serví de enlace entre ella y Borja, el hijo de la panadera, que se presentó a mister España por Madrid. Cuando ella salió estábais tan pendientes de sus movimientos que yo pude darle al chaval las señas donde debían encontrarse. Pardillos -

- No sabíamos nada, lo siento -

- No pasa nada, muchachos. Hagamos una cosa. A cambio de este soplo, no le mencioneis ni media a mi mujer. Tiene un caracter un poco irascible y nadie sabe como puede reaccionar. Y ya sabeis que el César a veces mataba al mensajero ¿vale?.

- Si, Si, de acuerdo. Y perdone ¿eh? -

- No pasa nada. Tampoco le digais a Borja que os lo he contado yo, no sea que la emprenda con los tres.

- Descuide. Hasta Luego.

- Con Dios

Hay que ver lo que tiene uno que hacer para no llegar tarde al trabajo