Y siempre, con el tiempo, hay un detalle,
un mínimo zarpazo en los cimientos,
un cruce lene e ingrávido de alientos
un tenue parpadeo en plena calle.
Un rizo, una clavícula o un talle,
un giro de elegantes movimientos,
razones, innegables argumentos,
que hostigan al amor para que estalle.
Y estalla, nos inunda con su magia,
detiene de inmediato la hemorragia
y embriaga al más pintado con su euforia.
Después, nos vuelve adictos a endorfinas,
nos deja cadavéricos y en ruinas
pero eso, amigo mío, es otra historia.
Mis ojos destilaron tanta pena
y fue tan colosal el despilfarro
que a fuerza de llorar sobre la arena
el tiempo fue un letal reloj de barro.
Detrás de minuteros con gangrena
tan solo había instantes con catarro.
La atmósfera me puso en cuarentena
envuelto en la aureola de un cigarro.
La vida me miró torciendo el gesto,
al verme derrochar el presupuesto
de días, de semanas y de meses.
No pude devolverle las migajas
de instantes, de segundos y horas bajas
y solo confiaba en que volvieses.
Hicimos el amor hasta en el techo,
colgando en acrobática pirueta,
y ahora, en esta estúpida maleta
guardamos un quintal de amor deshecho.
Las huellas que dejamos en el lecho
no caben en la exigua furgoneta
que aparte de los muebles va repleta
de esquirlas extraídas de mi pecho.
Hay cajas de caricias sin usar,
de llanto, masculino y singular,
de libros y de frascos de añoranza.
Hay veces que no sabes qué es peor,
si el día en que concluyes el amor
o el trámite glacial de la mudanza.
Yo era un ser de luz incandescente,
la llave celestial de un alma zen,
el guía rutilante hacia el Edén,
un Ángel terrenal y fluorescente.
Yo era el portavoz del Sol Naciente,
un faro más allá del mal y el bien,
un santo con destellos de satén,
un aura bondadosa y refulgente.
Yo era un resplandor de bienestar,
espíritu flamígero estelar,
esencia de un amor inmarcesible.
Un día al regresar del paraíso
dejé de iluminar, sin previo aviso.
Parece que fue cosa de un fusible.
Los días normales son fríos y espesos
y el aire se fuma mis grises pulmones.
Rebusco en las mantas las pocas razones
que yergan sin ganas mis pálidos huesos.
Los días normales mis pies están presos,
las balas no saben tomar precauciones,
los cuervos desgarran antiguas canciones
y el parte tan solo murmura sucesos.
Los días mejores mi sangre se estanca,
da igual lo que apueste que gana la banca
y me abre una cuenta con un bisturí.
Los días mejores el mundo me ahoga
y yo correspondo lamiendo la soga.
Los días peores me acuerdo de ti.
Tu piel es una línea divisoria,
la linde entre lo efímero y lo eterno,
el margen entre el triunfo y la victoria.
el límite entre el cielo y el infierno.
Tu piel me abre las puertas de la gloria
lo mismo que me empuja hacia el averno,
me alterna por la angustia y por la euforia
y arbitra entre el verano y el invierno.
Tu piel es frigorífico y caldera,
tu piel es puerco espín y enredadera,
tu piel es almohada y dura roca.
Tu piel es una selva y un desierto,
el quid entre estar vivo y estar muerto.
Lo grave, realmente, está en tu boca.