Natas
Cuando decidieron alquilar un apartamento juntos y probar las maravillas de la convivencia estaban realmente enamorados. Desbordaban ilusión y recorrieron uno a uno todos los tópicos del romanticismo.
Los pequeños contratiempos cotidianos eran nimiedades ante aquel amor sólido e inquebrantable. Daba igual que él comprara margarina en lugar de mantequilla, que ella rehuyera bajar la basura o que a él se le olvidara retirar la colcha cuando se echaba la siesta.
Todo era perfecto hasta que decidieron adoptar a Natas, un precioso Maine Coon blanco de ojos color miel que se convirtió en el epicentro de sus vidas.
Hasta tal punto de que sin darse cuenta, empezaron a competir por el cariño del felino. Si ella lo consentía en todos sus caprichos, él se esmeraba en que siguiera una dieta saludable.
Ella le compró una cama acolchada y él una chapa con su nombre para el collar.
Por su parte, Natas parecía disfrutar del conflicto. Los puteaba a partes iguales y conseguía que sus trastadas aparentaran ser obra de alguno de sus dueños.
Decidieron separarse e iniciaron un litigio por la custodia del gato, que cuando se plantaba ante el espejo y se veía su nombre al revés, parecía sonreír.
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