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A ver. Quizá éticamente no fue correcto. Lo admito. Con 30
años y a un mes de finalizar mi contrato, el próximo que firmara sería
el último de mi carrera. Mi representante estaba negociando una subida de la ficha
pero en el club mostraban sus reticencias. Según el secretario técnico ya no
era tan contundente como antaño y, en palabras del presidente, “poco quedaba
del animal que era de joven”
Salah era un provocador nato. Ya avisó de sus ganas de
venganza cuando nos clasificamos para la final, con una sonrisa
socarrona de superioridad. No es que le tuviera ganas, pero tampoco cariño.
EL caso es que a poco del final íbamos ganando por uno a
cero, con gol de Vini, y en una jugada embarullada dentro del área, Alexander-Arnold
centró desde la banda y el balón le quedó al egipcio nítido para rematar de
cabeza. Me giré rápidamente, el balón me superaba y Militão no iba a
llegar por los pelos. No me lo pensé. Fingí tropezarme y embestí Éder con la
espalda, dándole el impulso necesario para llegar hasta Salah, impidiendo su
cabezazo primero e impactando contra su dentadura después. Si tenía alguna
muela por empastar, ahora le podían hacer descuento.
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