El increíble caso de
los niños voladores.
Daniel tenía entonces seis meses. Se
quedaba sentado perfectamente y había empezado a gatear con soltura,
de forma un tanto precoz. Era un niño regordete, gracias a su
insaciable apetito, pero tenía una fuerza descomunal para un crío
de su edad.
Juan José tenía año y
medio. Contrastaba notablemente con su hermano menor, al ser más
delgado, moreno y vivaracho. Había encajado aceptablemente la
llegada de Daniel. De hecho, fue tanto el empeño que puso toda la
familia en que no tuviera celos del recién llegado, que recibía más
atenciones incluso que antes.
Cuando Daniel cumplió cinco
meses, pasamos su cuna de nuestro dormitorio al de los niños. Al
principio temíamos que su irregularidad en el sueño afectara a Juan
José, que era un dormilón de cuidado. Sin embargo, se adaptaron
rápidamente el uno al otro.
El dormitorio de los niños
era pequeño, pero tenía el tamaño suficiente para distribuir las
dos cunas en paralelo, convenientemente separadas para evitar que el
mayor pasara a la cuna del menor. Incluso, para evitar que aquel
desplazara la cuna hacia la del hermano ayudándose con la pared, lo
dejamos en la cuna que tenía freno en las ruedas.
El plan salía a las mil
maravillas. Nuestro objetivo inicial, que era hacer a los críos más
independientes de nosotros, y más cómplices entre ellos, se
cumplía. Cuando a las nueve y media de la noche, tras el baño y la
cena, depositábamos a cada uno en su cuna, no tardaban más de diez
minutos en quedarse fritos. Pero ninguno consentía en quedarse
dormido si estaba sólo en la habitación. Si uno de los dos se
retrasaba en la cena, el otro no se dormía hasta que su hermano
estaba a su lado.
Cada mañana, al despertar, se
balbucían el uno al otro entre risas. Se tiraban juguetes, se
gritaban, y Juan José nos llamaba alternativamente a María Elena y
a mí. Era la señal que nos daban para decirnos que querían
desayunar.
Una de esas mañanas, al
entrar en el cuarto, la distribución normal de los elementos que lo
conformaban estaba sutilmente alterada. Ambas cunas estaban en su
sitio. La separación entre ambas era la adecuada (aproximadamente
metro y medio). Sin embargo, Juan José estaba en la cuna de Daniel,
y ambos me miraban divertidos, jugando entre ellos.
El análisis de la situación
no aclaraba nada. Veamos. Es cierto que Juan José podría haber
saltado de su cuna al suelo, pero era imposible que después hubiese
trepado a la cuna de Daniel, hasta situarse dentro de la misma. No
podía haber desplazado su cuna, porque se encontraba frenada. Y por
supuesto, no podía haber saltado de una cuna a otra, salvo que
tuviésemos al futuro plusmarquista mundial en longitud, altura y
pértiga al mismo tiempo.
Como quiera que, a las nueve
de la mañana, las ideas no fluyen al ritmo deseado (al menos, hasta
después del café), pospusimos nuestras pesquisas, hasta olvidarlas.
A la mañana siguiente nos
volvió a despertar el mismo jolgorio infantil. Recordé entonces lo
sucedido el día anterior, y que no había revisado la habitación en
busca de pruebas. Al abrir la puerta del cuarto, volví a encontrarme
idéntico cuadro. En una cuna, dos hijos. En la otra cuna, cero
hijos. Ambas cunas convenientemente separadas y situadas en su lugar.
Y ambos niños riéndose en mi perpleja cara de asombro, y mirándose
con una complicidad, quizá imaginada por mí, quizá mucho más
real de lo que creía.
Esa mañana tomé dos cafés
cargados y revisé con detenimiento la habitación. Claramente, las
cunas estaban bien armadas. No tenían ningún resquicio por el que
pudiesen entrar o salir niños. Alrededor de ellas, no había ningún
objeto que pudiera servirles de escalera, trampolín, pértiga o
lanzadera espacial. Revisé a Juan José en busca de chichones o
moretones, ya que, de haber saltado de la cuna al suelo,
independientemente del modo en que se hubiera encaramado luego a la
cuna del hermano, el aterrizaje podía haber sido algo más que
forzoso. Todo parecía estar bien.
Esa noche, me desperté
sobresaltado por una pesadilla. En el sueño, entraba en el
dormitorio infantil y sorprendía a mis hijos flotando, siguiendo una
extraña coreografía en la que brincaban de una cuna a otra,
haciendo piruetas en el aire. Al cruzarse entre sí, se enganchaban
de los codos, cambiando de dirección y volviendo al punto de
partida. Y reían. Una risa contagiosa que se acentuaba cuando me
miraban. Y me decían “Papá, mira lo que hacemos, ja, ja, ja.”.
Fui corriendo a su cuarto,
encontrándolos plácidamente dormidos y, lo más tranquilizador,
cada uno en su sitio.
A la mañana siguiente, risas
a dos voces. Una cuna vencía a la otra rotundamente por dos a cero.
María Elena y yo no encontrábamos explicación, pero preferimos no
volvernos paranoicos, al menos por el momento.
Esa tarde mi esposa trabajaba,
así que me tocaba a mí encargarme de los niños. Estuvieron toda la
tarde jugando con total normalidad, y yo no podía evitar observarlos
con cierta curiosidad, intentando ver algo en ellos que desentrañara
el misterio.
Cuando se acercaba la hora del
baño, comenzaron a ponerse irritables por el cansancio, así que los
subí a su dormitorio un poco antes de tiempo, mientras preparaba las
bañeras. Puse a cada uno en su cuna, salí de la habitación, abrí
el grifo de la ducha, llené tres veces una olla de diez litros para
llenar la bañerita de Daniel, situada en una habitación contigua, y
entre de nuevo en el dormitorio a por las toallas. Superpoblación de
niños sonrientes en una cuna, árido desierto en la otra.
-¿Os estáis burlando de mí?
–
Obviamente, la única
respuesta fue una risa conjunta.
-“Me
estoy volviendo tarumba” – pensé – “Estoy empezando a ver
visiones”-
En los días posteriores,
continuó la misma tónica. Cada vez que ambos críos estaban solos
en el cuarto, se producía el extraño fenómeno de tele
transportación. A veces intentábamos espiarles desde la puerta,
pero sin resultado. Parecía que, al sentirse observados, no ponían
en práctica sus trucos de magia potagia. Incluso coloqué una cámara
de vídeo en la habitación, pero el resultado fue dos horas de
grabación de dos niños dormidos.
Decidí sorprenderlos. Estaba
claro que se cambiaban de cuna al despertarse, cuando sabían que
nadie entraría en la habitación hasta que empezaran a llamarnos.
Resolví entonces dejarles esa noche la puerta entreabierta, y
levantarme temprano y esperar a que se despertaran. Puse el
despertador a las ocho, y a esa hora aún estaban dormidos.
A las ocho y cuarto, Juan José
se despertó. Se puso de pie en la cuna y empezó a llamar a su
hermano.
-Teté, teté – lo que
traducido a lenguaje adulto significa “Daniel, Daniel”.
Daniel se despertó casi de
inmediato, y al mirarse los dos comenzaron a reírse. Entonces
Daniel, que ya gateaba, se puso en dicha posición y comenzó a
moverse hacia delante y hacia atrás con vigor. El movimiento de
vaivén que realizaba, hizo que su cuna, la que no tenía frenos,
comenzara a desplazarse hacia la de su hermano. Sólo hicieron falta
unos 90 cm, ya que a mitad del recorrido, Juan José alcanzó la cuna
móvil y tiro de ella hacia la suya para proceder al abordaje. Saltó
con limpieza a territorio enemigo, y una vez dentro, propulsó su
medio de transporte empujando el que había sido su lecho, primero
hacia el armario y luego, apoyándose en este, hacia el punto de
partida. Cuando lo consiguieron, ambos niños rieron alborozados.
Un sudor frío de pánico
comenzó a recorrerme la espalda. Esto era realmente más aterrador
que presenciar niños volando por la habitación. Esto era
horripilante. Si con año y medio y medio año, estos críos podían
actuar de esta forma sincronizada y coordinada, el futuro que se nos
presentaba era francamente espeluznante: ¡¿Qué sería capaces de
hacer con cuatro años?!