miércoles, octubre 09, 2019

El increíble caso de los niños voladores.


El increíble caso de los niños voladores.

Daniel tenía entonces seis meses. Se quedaba sentado perfectamente y había empezado a gatear con soltura, de forma un tanto precoz. Era un niño regordete, gracias a su insaciable apetito, pero tenía una fuerza descomunal para un crío de su edad.
Juan José tenía año y medio. Contrastaba notablemente con su hermano menor, al ser más delgado, moreno y vivaracho. Había encajado aceptablemente la llegada de Daniel. De hecho, fue tanto el empeño que puso toda la familia en que no tuviera celos del recién llegado, que recibía más atenciones incluso que antes.
Cuando Daniel cumplió cinco meses, pasamos su cuna de nuestro dormitorio al de los niños. Al principio temíamos que su irregularidad en el sueño afectara a Juan José, que era un dormilón de cuidado. Sin embargo, se adaptaron rápidamente el uno al otro.
El dormitorio de los niños era pequeño, pero tenía el tamaño suficiente para distribuir las dos cunas en paralelo, convenientemente separadas para evitar que el mayor pasara a la cuna del menor. Incluso, para evitar que aquel desplazara la cuna hacia la del hermano ayudándose con la pared, lo dejamos en la cuna que tenía freno en las ruedas.
El plan salía a las mil maravillas. Nuestro objetivo inicial, que era hacer a los críos más independientes de nosotros, y más cómplices entre ellos, se cumplía. Cuando a las nueve y media de la noche, tras el baño y la cena, depositábamos a cada uno en su cuna, no tardaban más de diez minutos en quedarse fritos. Pero ninguno consentía en quedarse dormido si estaba sólo en la habitación. Si uno de los dos se retrasaba en la cena, el otro no se dormía hasta que su hermano estaba a su lado.
Cada mañana, al despertar, se balbucían el uno al otro entre risas. Se tiraban juguetes, se gritaban, y Juan José nos llamaba alternativamente a María Elena y a mí. Era la señal que nos daban para decirnos que querían desayunar.
Una de esas mañanas, al entrar en el cuarto, la distribución normal de los elementos que lo conformaban estaba sutilmente alterada. Ambas cunas estaban en su sitio. La separación entre ambas era la adecuada (aproximadamente metro y medio). Sin embargo, Juan José estaba en la cuna de Daniel, y ambos me miraban divertidos, jugando entre ellos.
El análisis de la situación no aclaraba nada. Veamos. Es cierto que Juan José podría haber saltado de su cuna al suelo, pero era imposible que después hubiese trepado a la cuna de Daniel, hasta situarse dentro de la misma. No podía haber desplazado su cuna, porque se encontraba frenada. Y por supuesto, no podía haber saltado de una cuna a otra, salvo que tuviésemos al futuro plusmarquista mundial en longitud, altura y pértiga al mismo tiempo.
Como quiera que, a las nueve de la mañana, las ideas no fluyen al ritmo deseado (al menos, hasta después del café), pospusimos nuestras pesquisas, hasta olvidarlas.
A la mañana siguiente nos volvió a despertar el mismo jolgorio infantil. Recordé entonces lo sucedido el día anterior, y que no había revisado la habitación en busca de pruebas. Al abrir la puerta del cuarto, volví a encontrarme idéntico cuadro. En una cuna, dos hijos. En la otra cuna, cero hijos. Ambas cunas convenientemente separadas y situadas en su lugar. Y ambos niños riéndose en mi perpleja cara de asombro, y mirándose con una complicidad, quizá imaginada por mí, quizá mucho más real de lo que creía.
Esa mañana tomé dos cafés cargados y revisé con detenimiento la habitación. Claramente, las cunas estaban bien armadas. No tenían ningún resquicio por el que pudiesen entrar o salir niños. Alrededor de ellas, no había ningún objeto que pudiera servirles de escalera, trampolín, pértiga o lanzadera espacial. Revisé a Juan José en busca de chichones o moretones, ya que, de haber saltado de la cuna al suelo, independientemente del modo en que se hubiera encaramado luego a la cuna del hermano, el aterrizaje podía haber sido algo más que forzoso. Todo parecía estar bien.
Esa noche, me desperté sobresaltado por una pesadilla. En el sueño, entraba en el dormitorio infantil y sorprendía a mis hijos flotando, siguiendo una extraña coreografía en la que brincaban de una cuna a otra, haciendo piruetas en el aire. Al cruzarse entre sí, se enganchaban de los codos, cambiando de dirección y volviendo al punto de partida. Y reían. Una risa contagiosa que se acentuaba cuando me miraban. Y me decían “Papá, mira lo que hacemos, ja, ja, ja.”.
Fui corriendo a su cuarto, encontrándolos plácidamente dormidos y, lo más tranquilizador, cada uno en su sitio.
A la mañana siguiente, risas a dos voces. Una cuna vencía a la otra rotundamente por dos a cero. María Elena y yo no encontrábamos explicación, pero preferimos no volvernos paranoicos, al menos por el momento.
Esa tarde mi esposa trabajaba, así que me tocaba a mí encargarme de los niños. Estuvieron toda la tarde jugando con total normalidad, y yo no podía evitar observarlos con cierta curiosidad, intentando ver algo en ellos que desentrañara el misterio.
Cuando se acercaba la hora del baño, comenzaron a ponerse irritables por el cansancio, así que los subí a su dormitorio un poco antes de tiempo, mientras preparaba las bañeras. Puse a cada uno en su cuna, salí de la habitación, abrí el grifo de la ducha, llené tres veces una olla de diez litros para llenar la bañerita de Daniel, situada en una habitación contigua, y entre de nuevo en el dormitorio a por las toallas. Superpoblación de niños sonrientes en una cuna, árido desierto en la otra. 

                          -¿Os estáis burlando de mí? –
Obviamente, la única respuesta fue una risa conjunta.
                          -“Me estoy volviendo tarumba” – pensé – “Estoy empezando a ver visiones”-

En los días posteriores, continuó la misma tónica. Cada vez que ambos críos estaban solos en el cuarto, se producía el extraño fenómeno de tele transportación. A veces intentábamos espiarles desde la puerta, pero sin resultado. Parecía que, al sentirse observados, no ponían en práctica sus trucos de magia potagia. Incluso coloqué una cámara de vídeo en la habitación, pero el resultado fue dos horas de grabación de dos niños dormidos.
Decidí sorprenderlos. Estaba claro que se cambiaban de cuna al despertarse, cuando sabían que nadie entraría en la habitación hasta que empezaran a llamarnos. Resolví entonces dejarles esa noche la puerta entreabierta, y levantarme temprano y esperar a que se despertaran. Puse el despertador a las ocho, y a esa hora aún estaban dormidos.
A las ocho y cuarto, Juan José se despertó. Se puso de pie en la cuna y empezó a llamar a su hermano.
                                -Teté, teté – lo que traducido a lenguaje adulto significa “Daniel, Daniel”.
Daniel se despertó casi de inmediato, y al mirarse los dos comenzaron a reírse. Entonces Daniel, que ya gateaba, se puso en dicha posición y comenzó a moverse hacia delante y hacia atrás con vigor. El movimiento de vaivén que realizaba, hizo que su cuna, la que no tenía frenos, comenzara a desplazarse hacia la de su hermano. Sólo hicieron falta unos 90 cm, ya que a mitad del recorrido, Juan José alcanzó la cuna móvil y tiro de ella hacia la suya para proceder al abordaje. Saltó con limpieza a territorio enemigo, y una vez dentro, propulsó su medio de transporte empujando el que había sido su lecho, primero hacia el armario y luego, apoyándose en este, hacia el punto de partida. Cuando lo consiguieron, ambos niños rieron alborozados.
Un sudor frío de pánico comenzó a recorrerme la espalda. Esto era realmente más aterrador que presenciar niños volando por la habitación. Esto era horripilante. Si con año y medio y medio año, estos críos podían actuar de esta forma sincronizada y coordinada, el futuro que se nos presentaba era francamente espeluznante: ¡¿Qué sería capaces de hacer con cuatro años?!