Yo era un niño que jugaba siempre solo,
que leía por deporte el diccionario,
y que siempre me fijaba en el horario
de cualquier retransmisión de waterpolo.
Otros críos se ensuciaban el pololo
molestando impunemente al vecindario,
y tenían a un amigo imaginario
con quien juntos relamer del mismo polo.
Pero yo no compartía mis sorbetes,
sobre todo porque nunca hubo con quién,
y mi madre me tenía de rehén
en mi cuarto sepultado por juguetes.
Pero ahora, ya de adulto, es otra cosa,
y a pesar de mi existencia solitaria,
me acompaño de una amiga imaginaria
que aunque tenga sus manías es preciosa.
No me importa que ella sea actriz famosa
o su antojo por llevarme la contraria,
porque admite mi apariencia estrafalaria
y se fija en mí con cara de viciosa.
Y me esmero en seducirla con banquetes
que cocino en poco más de un santiamén,
y el fogón, la cacerola y la sartén
son ahora que he crecido mis juguetes.
Yo preparo mi receta más famosa
sin ninguna restricción alimentaria,
y ella aplaude mi faceta culinaria
y me dice que la cena es deliciosa.
Tras el postre se me aferra, cariñosa,
y me muestra una pasión extraordinaria,
despojándose de toda indumentaria
y guiñando con sonrisa maliciosa.
Me encadena con un par brazaletes,
me amordaza con su venda de satén
y descubro cómo así se pone a cien
y me enseña ilusionada sus juguetes