La boya
Era llegar hasta la boya y regresar. Hacía años que no daba más de dos brazadas, pero la idea de arrugarse ante el nuevo novio de Mar le corroía las entrañas. Mar era su amor de siempre y, aunque ya todo era agua pasada (nunca mejor dicho), verla con ese imbécil le provocaba un divertido instinto asesino. Y el tipo necesitaba demostrar quién la tenía más grande.
—¿En qué me entretengo mientras llegas?— le reté.
—Trata de no ahogarte— masculló con asco.
—¿No podéis echarlo a pares o nones?— dijo Mar, desesperada.
A la de tres corrimos hacia el agua. El muy cabrón tardó un minuto en alcanzar la boya pero, en vez de volver, me esperó. Tres minutos después llegué yo, extenuado.
—Mar dice que nadie la ha follado como yo— me dijo al llegar.
—Mar jamás diría eso, aunque fuera verdad.
El imbécil echó a nadar y a la cuarta brazada sufrió un calambre. Me pidió ayuda y llegué a su altura.
—El mar es una gran alfombra bajo la que tapar la basura. Pero este mar, no Mar.
Y tranquilamente me dirigí a la orilla a braza suave. Al llegar, dije que el imbécil se había empeñado en darme ventaja. Mañana a las cinco es el entierro.
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