Nada de chistes malos
En una primera cita, en importante llamar la atención, resultar interesante. Molar, como sea. Por eso, había tejido una estratagema. Ante todo, nada de chistes malos. Mi humor es de público reducido. Mejor temas de conversación cultos, que cautivaran a Lucrecia. Tratándose de una catedrática en Física, lo mundano, lo trivial y lo absurdo la aburrirían, y su rictus académico y severo, se transformaba en una muy besable sonrisa cuando algo le interesaba. Mis esperanzas residían en que una vez me sonrió, cuando le hablé de Orwell y de 1984, refiriéndome a la neolengua que intentan imponernos hoy día.
Intenté
acicalarme, lo que mi físico y mi guardarropa me permitían. Quise regalarle
unas flores, pero no me llegaba para un ramo. Pedí a Eli, la mujer de mi
amigo David, que me “donara” una mandala, que ya le pagaría en un futuro
cercano.
Y allí
estaba yo, en el sitio y lugar indicado. Lucrecia, al llegar, me tendió la mano
sobriamente. Le entregué la suculenta y me miró extrañada.
—
¿Qué
hago yo con una mandala?
—
Pues….
Mandala por correo…
Me mordí el
labio. Nada de chistes malos. Sin embargo, ella sonrió.
—
Es
que no piensas ¿eh? — dijo, divertida
—
Pienso,
luego Egipto
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