jueves, junio 03, 2021

Coulant

 

Mis amigos son la mar de simpáticos. Siempre que nos reunimos el tema de conversación es, exclusivamente, burlarse de mí. Soy el único soltero entre tres matrimonios de larga duración y su tema favorito es el de mis intentos de noviazgo. Siempre me echan en cara lo poco que me duran las parejas. Que, a lo sumo, me acompañan una o dos veces y no vuelven a verlas. Risitas, que si qué les hago, que si qué no les hago… Me acusan de ser un seductor empedernido y de tener más interés en la conquista que en la relación. Y, según ellos, mi modus operandi es atraer a las candidatas con las fotos de los platos que subo a Facebook o a Instagram. Lo que viene siendo conocido como gastrosexual. Aparte de mi afición por la pintura al óleo en la que soy un mero principiante, es cierto que me encanta la cocina y que, en los últimos años, mi desempeño culinario ha mejorado ostensiblemente. Y sí, también es cierto que, con cierta regularidad, alguna de las chicas que tengo como contacto acaba por comentar “a ver si me invitas un día”.

Y, por supuesto, las invito. ¿Cómo negarme? Para mí es un placer tener para quien cocinar y, si además es mujer y atractiva, mucho mejor. Selecciono cuidadosamente el menú. Me aseguro de que la invitada no tenga alergias ni intolerancias alimentarias e indago acerca de sus gustos. Procuro maridar los platos en base a sus características organolépticas pero, también, a las preferencias de la comensal.

Por mi parte, si tengo la oportunidad de elegir, prefiero cenas a almuerzos, aunque no tengo inconveniente en adaptarme si es necesario. Pero es que prefiero dedicar la mañana a hacer la compra pausadamente, elegir con mimo los ingredientes y dedicar luego la tarde a cocinar con esmero. Sea como sea, intento siempre dejar la preparación de alguno de los platos para cuando ya haya llegado la invitada. Da muy buena imagen mostrar las habilidades culinarias en directo y disipa la sospecha de que los platos hayan sido adquiridos ya preparados o de que incluso me los hayan cocinado por encargo. Además, es una forma de romper el protocolo y de compartir una copa y algún aperitivo.

Hoy, por ejemplo, ceno con Leiny. Leiny es una atractiva cocinera venezolana que lleva varios años viviendo en España. Aplaudió vehementemente la vez que subí una foto de arepas a Facebook y se interesó acerca de cómo había aprendido a hacerlas. Le expliqué cómo las conocí en la época en que trabajé en Tenerife y cómo las compañeras de trabajo me habían dado la receta. Nunca conseguí hacerlas tan ricas como las del Punto Criollo en La Laguna, pero resultaban muy satisfactorias. Finalmente, Leiny se mostró muy interesada en probarlas y le prometí preparar unas de Reina Pepiada y otras de Rompe Colchón. Y, de postre, le propuse mi especialidad, coulant de chocolate negro con galletas con interior líquido de ruibarbos y vino tinto. Una delicia. Aceptó y fijamos la fecha de la cena para esta noche.

He pasado la tarde preparando la masa de harina de maíz precocida con agua, leche y sal, y asando una pechuga de pollo a fuego lento en el horno. He puesto a macerar unos gambones y calamares, mejillones y pulpo con jengibre, cilandro y lima. La idea es cocinarlos suavemente cuando Leiny esté aquí, aliñarlos con una vinagreta y rellenar las arepas rompe colchón. Para la reina pepiada solo tengo que deshilachar la pechuga de pollo y mezclarla con mayonesa y aguacate. Finalmente he preparado el postre y lo he dejado listo para meterlo en el horno en el último momento.

Leiny ha llegado algo antes de lo previsto. Viene sencilla pero espectacular. Ha escogido unos ajustados vaqueros y un top negro que deja al aire su vientre plano y su precioso ombligo. Pero lo más increíble es su perenne sonrisa, que deja hoyuelos como paréntesis a ambos lados de su boca. Tiene un divertido acento, familiar para los que nos hemos curtido viendo telenovelas. Y, sobre todo, muestra ser una mujer con la cabeza bien amueblada. Simpática, pero marcando las distancias. Cercana, pero expectante.

Le preparo una michelada escarchando el borde de la copa con una mezcla de chiles molidos y sal. Le ha sorprendido gratamente y muestra curiosidad por saber de dónde viene mi afición por la cocina. Le explico que provengo de una familia en la que todos cocinan y que, además, me aplico porque me gusta comer bien. Ella comenta que, aunque le gusta su profesión, siente mucha pereza para guisar en casa y que, salvo en el caso de los profesionales, ha conocido a pocos hombres que muestren dotes para la gastronomía. Cuando le digo que no soy un hombre común se ríe y me sujeta el antebrazo. Ha roto la barrera física. Eso tiene ella que comprobarlo, me dice. Le hago ver que me muestro voluntario para sus investigaciones si desea hacerlas y me sonríe de nuevo ampliamente, como calibrándome.

Frío las arepas hasta que están doradas y las dejo escurrir el aceite en papel absorbente. Mientras, sofrío los mariscos a fuego lento y mezclo el pollo deshilachado con mayonesa casera y un aguacate en su punto. Leiny me va explicando que vino a España hace diez años con su hijo, el cual ya vive independiente en Asturias, y que durante este tiempo ha trabajado en varios restaurantes de la comarca.

Charlamos animadamente a lo largo de la cena. Las arepas le resultan deliciosas e incluso repite ración. Me cuenta que hace un año que rompió con su última pareja y que desde entonces ha decidido darse un respiro sentimental. Bromea diciendo que, pasado ese año, ya se encuentra suficientemente oxigenada

Introduzco el coulant en el horno. Son sólo doce minutos, durante los cuales Leiny me pregunta por los ingredientes que lleva el postre. Se los recito, salvo un ingrediente secreto que jamás voy a revelar y que potencia el dulzor. Siente curiosidad e insiste. Incluso pone cara de hacer pucheros. Le digo que tal vez algún día se lo descubra. Sirvo los coulant. Ella lo prueba y le fascina. Le doy las gracias. Me excuso un momento y voy al baño. Cuando regreso, el plato de Leiny está vacío, pero ella no está sentada a la mesa. Encuentro el top tirado en el salón. Unos pasos más allá, al inicio de la escalera, el sujetador. En la escalera paso junto a sus tacones y en la puerta de mi dormitorio hallo sus vaqueros. La encuentro desnuda, en mi cama y me dice que ella también había preparado un postre para mí. Hacemos el amor apasionadamente y caemos rendidos. Unos minutos después, le digo que me duele enormemente la cabeza y que al día siguiente debo madrugar, por lo que sería buena idea no pasar la noche juntos para no despertarla temprano. No obstante, me cito con ella para ir a su apartamento pasado mañana por la tarde. Nos despedimos besándonos apasionadamente y se marcha. Salgo corriendo al baño y me meto los dedos para vomitar. Me lavo los dientes varias veces. No creo haber absorbido nada del ingrediente secreto. El etilenglicol, inodoro y dulzón, presenta los primeros síntomas entre los treinta minutos y las doce horas de la ingesta pero, a menudo, se confunden con una borrachera. Pasadas treinta horas del envenenamiento aparecen taquicardia y acidosis metabólica y, si no se trata, sobreviene la muerte. Realmente, habiendo pasado tantas horas, es difícil saber dónde puede haber ingerido el veneno. Y aunque me investiguen y venga la policía, no encontrarán restos en mi casa, ni facturas de haberlo comprado. Diré que cenamos, que me encontré mal y que se marchó. Lo siento por mis amigos, a Leiny ni siquiera llegarán a conocerla. Por cierto, tengo que llamar a Paco. He de pedirle un poco del líquido ese que utiliza para fabricar anticongelante casero y que a mí me viene bien como disolvente para mis pinturas. Pero eso será mañana, tengo un sueño que me caigo. Buenas noches.