Mis amigos son la mar de simpáticos. Siempre que nos
reunimos el tema de conversación es, exclusivamente, burlarse de mí. Soy el
único soltero entre tres matrimonios de larga duración y su tema favorito es el
de mis intentos de noviazgo. Siempre me echan en cara lo poco que me duran las
parejas. Que, a lo sumo, me acompañan una o dos veces y no vuelven a verlas.
Risitas, que si qué les hago, que si qué no les hago… Me acusan de ser un
seductor empedernido y de tener más interés en la conquista que en la relación.
Y, según ellos, mi modus operandi es atraer a las candidatas con las fotos de
los platos que subo a Facebook o a Instagram. Lo que viene siendo conocido como
gastrosexual. Aparte de mi afición
por la pintura al óleo en la que soy un mero principiante, es cierto que me
encanta la cocina y que, en los últimos años, mi desempeño culinario ha
mejorado ostensiblemente. Y sí, también es cierto que, con cierta regularidad,
alguna de las chicas que tengo como contacto acaba por comentar “a ver si me
invitas un día”.
Y, por supuesto, las invito. ¿Cómo negarme? Para mí es un
placer tener para quien cocinar y, si además es mujer y atractiva, mucho mejor.
Selecciono cuidadosamente el menú. Me aseguro de que la invitada no tenga
alergias ni intolerancias alimentarias e indago acerca de sus gustos. Procuro
maridar los platos en base a sus características organolépticas pero, también,
a las preferencias de la comensal.
Por mi parte, si tengo la oportunidad de elegir, prefiero
cenas a almuerzos, aunque no tengo inconveniente en adaptarme si es necesario.
Pero es que prefiero dedicar la mañana a hacer la compra pausadamente, elegir
con mimo los ingredientes y dedicar luego la tarde a cocinar con esmero. Sea
como sea, intento siempre dejar la preparación de alguno de los platos para
cuando ya haya llegado la invitada. Da muy buena imagen mostrar las habilidades
culinarias en directo y disipa la sospecha de que los platos hayan sido
adquiridos ya preparados o de que incluso me los hayan cocinado por encargo. Además,
es una forma de romper el protocolo y de compartir una copa y algún aperitivo.
Hoy, por ejemplo, ceno con Leiny. Leiny es una atractiva cocinera
venezolana que lleva varios años viviendo en España. Aplaudió vehementemente la
vez que subí una foto de arepas a Facebook y se interesó acerca de cómo había
aprendido a hacerlas. Le expliqué cómo las conocí en la época en que trabajé en
Tenerife y cómo las compañeras de trabajo me habían dado la receta. Nunca
conseguí hacerlas tan ricas como las del Punto
Criollo en La Laguna, pero resultaban muy satisfactorias. Finalmente, Leiny
se mostró muy interesada en probarlas y le prometí preparar unas de Reina Pepiada y otras de Rompe Colchón. Y, de postre, le propuse
mi especialidad, coulant de chocolate
negro con galletas con interior líquido de ruibarbos y vino tinto. Una delicia.
Aceptó y fijamos la fecha de la cena para esta noche.
He pasado la tarde preparando la masa de harina de maíz
precocida con agua, leche y sal, y asando una pechuga de pollo a fuego lento en
el horno. He puesto a macerar unos gambones y calamares, mejillones y pulpo con
jengibre, cilandro y lima. La idea es cocinarlos suavemente cuando Leiny esté
aquí, aliñarlos con una vinagreta y rellenar las arepas rompe colchón. Para la
reina pepiada solo tengo que deshilachar la pechuga de pollo y mezclarla con
mayonesa y aguacate. Finalmente he preparado el postre y lo he dejado listo
para meterlo en el horno en el último momento.
Leiny ha llegado algo antes de lo previsto. Viene sencilla
pero espectacular. Ha escogido unos ajustados vaqueros y un top negro que deja
al aire su vientre plano y su precioso ombligo. Pero lo más increíble es su
perenne sonrisa, que deja hoyuelos como paréntesis a ambos lados de su boca.
Tiene un divertido acento, familiar para los que nos hemos curtido viendo
telenovelas. Y, sobre todo, muestra ser una mujer con la cabeza bien amueblada.
Simpática, pero marcando las distancias. Cercana, pero expectante.
Le preparo una michelada
escarchando el borde de la copa con una mezcla de chiles molidos y sal. Le ha
sorprendido gratamente y muestra curiosidad por saber de dónde viene mi afición
por la cocina. Le explico que provengo de una familia en la que todos cocinan y
que, además, me aplico porque me gusta comer bien. Ella comenta que, aunque le
gusta su profesión, siente mucha pereza para guisar en casa y que, salvo en el
caso de los profesionales, ha conocido a pocos hombres que muestren dotes para
la gastronomía. Cuando le digo que no soy un hombre común se ríe y me sujeta el
antebrazo. Ha roto la barrera física. Eso tiene ella que comprobarlo, me dice.
Le hago ver que me muestro voluntario para sus investigaciones si desea
hacerlas y me sonríe de nuevo ampliamente, como calibrándome.
Frío las arepas hasta que están doradas y las dejo escurrir
el aceite en papel absorbente. Mientras, sofrío los mariscos a fuego lento y
mezclo el pollo deshilachado con mayonesa casera y un aguacate en su punto. Leiny
me va explicando que vino a España hace diez años con su hijo, el cual ya vive
independiente en Asturias, y que durante este tiempo ha trabajado en varios
restaurantes de la comarca.
Charlamos animadamente a lo largo de la cena. Las arepas le
resultan deliciosas e incluso repite ración. Me cuenta que hace un año que
rompió con su última pareja y que desde entonces ha decidido darse un respiro
sentimental. Bromea diciendo que, pasado ese año, ya se encuentra
suficientemente oxigenada
Introduzco el coulant
en el horno. Son sólo doce minutos, durante los cuales Leiny me pregunta por
los ingredientes que lleva el postre. Se los recito, salvo un ingrediente
secreto que jamás voy a revelar y que potencia el dulzor. Siente curiosidad e
insiste. Incluso pone cara de hacer pucheros. Le digo que tal vez algún día se
lo descubra. Sirvo los coulant. Ella
lo prueba y le fascina. Le doy las gracias. Me excuso un momento y voy al baño.
Cuando regreso, el plato de Leiny está vacío, pero ella no está sentada a la
mesa. Encuentro el top tirado en el salón. Unos pasos más allá, al inicio de la
escalera, el sujetador. En la escalera paso junto a sus tacones y en la puerta
de mi dormitorio hallo sus vaqueros. La encuentro desnuda, en mi cama y me dice
que ella también había preparado un postre para mí. Hacemos el amor apasionadamente
y caemos rendidos. Unos minutos después, le digo que me duele enormemente la
cabeza y que al día siguiente debo madrugar, por lo que sería buena idea no
pasar la noche juntos para no despertarla temprano. No obstante, me cito con
ella para ir a su apartamento pasado mañana por la tarde. Nos despedimos
besándonos apasionadamente y se marcha. Salgo corriendo al baño y me meto los
dedos para vomitar. Me lavo los dientes varias veces. No creo haber absorbido
nada del ingrediente secreto. El etilenglicol, inodoro y dulzón, presenta los
primeros síntomas entre los treinta minutos y las doce horas de la ingesta pero,
a menudo, se confunden con una borrachera. Pasadas treinta horas del
envenenamiento aparecen taquicardia y acidosis metabólica y, si no se trata,
sobreviene la muerte. Realmente, habiendo pasado tantas horas, es difícil saber
dónde puede haber ingerido el veneno. Y aunque me investiguen y venga la
policía, no encontrarán restos en mi casa, ni facturas de haberlo comprado.
Diré que cenamos, que me encontré mal y que se marchó. Lo siento por mis
amigos, a Leiny ni siquiera llegarán a conocerla. Por cierto, tengo que llamar
a Paco. He de pedirle un poco del líquido ese que utiliza para fabricar
anticongelante casero y que a mí me viene bien como disolvente para mis
pinturas. Pero eso será mañana, tengo un sueño que me caigo. Buenas noches.