Canción contra el medio ambiente
Tomé un San Valentín descafeinado,
con leche sin lactosa y sacarina;
tras otro día gris en la oficina,
pagué mis ilusiones al contado.
Opté por un futuro anestesiado,
un cóctel de ginebra y endorfina,
un caldo concentrado de gallina
y un rictus de perrito abandonado.
Aquel fin de semana de febrero,
a golpe de arrumaco zalamero,
quedaron extinguidas las perdices.
A mí, para morir, me faltó poco,
y estuve agonizando como un loco,
exánime de veros tan felices.
De tanto pasar página mi libro se termina
y todos los capítulos me dejan cicatriz;
detrás de cada párrafo se esconde alguna espina
y sé que en esta fábula no habrá final feliz.
Mi vida desde el prólogo ya huele a naftalina
y temo que el epílogo golpee mi nariz:
me pone, lo romántico, la carne de gallina
que come metafóricas mazorcas de maíz.
Me retan en los diálogos besugos y besugas,
las épicas distópicas realzan mis arrugas
y hay veces en que el trágico final me desencanta.
No habría mejor título para esta peripecia
que narre la catástrofe de que ella no me aprecia:
inicio y desenlace del nudo en mi garganta.
Deberían condenarse los hoyuelos
que sonríen, no me importan los motivos,
y nos tienen viendo fotos como lelos
palpitantes, embobados y cautivos.
Luego tienen que bajarnos de los cielos,
amarrarnos los deseos fugitivos,
confortarnos los profundos desconsuelos,
recordarnos las razones de estar vivos.
Deberían de prohibirse las sonrisas
que nos hacen olvidarnos de las prisas
y nos atan pensativos a una foto.
Deberían advertirlo por sistema,
por el riesgo de escribirles un poema
con la sangre de un miocardio que se ha roto.