Corinne
Corinne tenía veintisiete años aquel verano. Mi polluelo estaba de vacaciones y había regresado al nido con su nueva amiga, una arqueóloga de Lyon que había conocido en los yacimientos del Cerro del Moro.
Era una chica dulce y sonriente y tremendamente hermosa. Una cascada de pelo cobrizo caía sobre sus hombros, y unos enormes ojos azules alumbraban las miríada de pecas de sus mejillas. Chapurreaba malamente el castellano y resultaban divertidos los líos idiomáticos que se hacía. Su único defecto era esa manía de pasearse por la casa ligera de ropa. Pedí un par de veces a Alberto que le dijera algo al respecto, sin éxito.
¿Me turbaba? Más de lo debido.
Estaban hablando acerca de unas investigaciones sobre el terreno y pregunté a Corinne:
—¿Quieres que te haga una tortilla francesa?
Alberto se echó a reír.
—¿Qu'est-ce una tortilla francesa?— preguntó ella confundida.
—Papá, en Francia es una "omelette" a secas.
Mi hijo le explicó a Corinne el malentendido.
Yo me dispuse a preparar el almuerzo y Alberto salió a comprar unos helados.
Al rato, Corinne se acercó a mí y me dijo:
—Enséñame los huevos.
Alberto jamás entenderá porqué encontró a su padre con los pantalones bajados.
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