El torturador
El delantal de plástico negro se abombaba en su zona abdominal, dándole la apariencia de un embarazo de nueve meses. El test de embarazo había dado negativo, por lo que Ernesto respiró tranquilo.
—Entonces va a ser que tomo demasiada cerveza— dijo.
Se situó tras las enorme piedra de amolar colocada sobre la encimera de mármol. El arsenal de cuchillos, machetes, hachas, dagas y navajas estaba minuciosamente dispuesto sobre un tapete de terciopelo.
—Un trabajo profesional requiere un cuidado minucioso del material— explicó —Este hacha, por ejemplo. El otro día se melló un poco al trocear un fémur y por eso es necesario afilarlo con mimo.
Accionó el pedal con su pie derecho e hizo rodar la piedra. Al aplicar el borde del hacha sobre ella saltaron fuegos artificiales. Observó el filo de la herramienta varias veces. Cuando consideró que había acabado, la clavó con fuerza en un trozo de madera.
—Perfecta.
El prisionero, amordazado y maniatado a una silla, no parecía inmutarse ante el despliegue parsimonioso del torturador.
Ernesto lo miró fijamente. Formaba parte del juego psicológico. El tipo parecía no arrugarse pero así había muchos. Luego, cuando les arrancaba las uñas con las tenazas, se cagaban encima.
Sin embargo este le miraba casi divertido. Podría jurar que se estaba descojonando tras la mordaza.
—¿Te lo pasas bien, eh?— le preguntó Ernesto, con cierto retintín que auguraba una carnicería— Pues me lo pienso tomar con muuuuuucha calma.
El prisionero asintió. O el tipo era gilipollas o el juego psicológico le estaba saliendo como el culo. Aquel hombrecillo delgado y canoso parecía estar por encima del bien y del mal.
El torturador se le acercó y le aflojó la mordaza. Craso error. Es algo que enseñan en primero de Tortura: jamás permitir que la víctima interactúe. Las consecuencias iban a ser devastadoras.
—¿Qué te hace tanta gracia, subnormal?— preguntó Ernesto, levemente irritado.
—Bueno... te observo en tu ritual, claramente destinado a derrumbarme animicamente. Casi me enternece. Teniendo en cuenta que tanto yo como los de mi organización sabemos perfectamente quién eres y que no vas a hacer nada para empeorar tu situación.
—¡Ja! ¿Ahora es cuando me amenazas? No me salgas con que vas a matar a mi mujer o a mis hijos. ¡Hasta los cojones estoy de ellos! Te doy las llaves de mi casa si vas a librarme de esta carga.— replicó el verdugo.
El prisionero soltó una carcajada.
—No somos tan simples. A quien vamos a matar es a tu cuñada—espetó.
Ernesto le miró perplejo.
—¿A mi cuñada?¿Y qué me importa a mí que matéis a mi cuñada?
—Bueno, plantéate que si muere tu cuñada, tu suegra se irá a vivir con vosotros de por vida
Un repentino retortijón descompuso a Ernesto, con el consiguiente despeño diarreico.
—Creo que he roto aguas.
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