La sombra
Jason Shadow nunca
brilló con luz propia. Nació siendo un gris bebé, fue un niño
gris y tuvo una gris existencia hasta que su sombra acabó con él.
Sus brillantes
progenitores, Charles y Margaret Shadow, eran dos eminentes
cardiocirujanos, pioneros en la investigación con prótesis
cardíacas dinámicas que podían sustituir desde cavidades hasta el
corazón humano al completo. Sus hermanos, Alice y Gordon, los
alumnos aventajados y estrechos colaboradores de la investigación
familiar. Jason, la oveja gris de la familia, nunca tuvo la
disciplina necesaria. Su carácter tímido, el peso de la
responsabilidad que en él depositaban, la excesiva severidad de sus
padres y su extrema sensibilidad para las bellas artes le hicieron
pasar discretamente por la Facultad de Medicina para convertirse en
un odontólogo sin demasiado nombre. En cambio era un gran y anónimo
aficionado a la fotografía, la escultura y la pintura. La gran
decepción familiar.
Jason, sobre todo,
creció con la sensación de estar continuamente observado, examinado
y juzgado. No sólo en su trayectoria escolar. Cada gesto, cada
palabra, cada reacción, habían sido durante tantos años reprobados
por sus mayores hasta llegar al punto de sentirlo incluso en la más
estricta intimidad. En ocasiones la simple elección de la fresa
endodóntica a utilizar se convertía en un dilema crucial, con la
sensación de que unos ojos imaginarios estaban clavados en su nuca
valorando su decisión.
Incluso cuando
dormía sentía como si alguien le vigilara escondido en algún lugar
de su cuarto.
La primavera en la
que cumplió su trigésimo y último año fue lluviosa. Jason solía
encerrarse por las noches en el sótano de su vivienda, en el cual
había montado un pequeño estudio, dividido en tres partes. En una
tenía su caballete, lienzos, pinturas y las obras que había
almacenado. En la segunda había pequeñas tallas de granito, algunos
fragmentos de piedra virgen y los cinceles, gradinas y martillos. En
la tercera, el pequeño estudio fotográfico casero, en el que además
de su Canon EOS y los fondos y reflectores, albergaba varios focos
potentes. Estaba trabajando en la iluminación para eliminar las
sombras con distintos tipos de lámpara. En este caso, bajo la cámara
situaba un potente foco frontal , contrarrestado por otros dos
laterales y definitivamente opuesto a un amplio foco cenital. La
contraposición era casi completa, pero aún se vislumbraba la sombra
difuminada. Afuera, la tormenta atronaba en una desapacible noche
Dispuso, por tanto,
un panel translúcido rectangular, a modo de un “step” de
gimnasio, bajo el cuál situó otro potente foco. La suma de todas
las luces eliminaba totalmente las sombras. Quiso hacer una prueba
con un autorretrato y se situó como modelo. Programó el
temporizador para diez segundos y lo accionó. La cámara descontó
el tiempo y justo ante de accionar el disparador, un rayo impactó
sobre la red eléctrica que alimentaba la vivienda. La sobrecarga
provocó un repentino fogonazo en los focos, reventando las
bombillas, y un apagón, al activarse el sistema de protección
automático. La explosión del foco basal hizo que Jason perdiera el
equilibrio cayera golpeándose la cabeza.
Varios minutos
después Jason volvió en sí. A tientas accedió al cuadro eléctrico
para activar de nuevo el fluido mientras recordaba lo ocurrido. Ya
con luz regresó al sótano. La zona del pequeño estudio permanecía
a oscuras. Se sintió cansado y aturdido y optó por ir a descansar.
Durmió
profundamente hasta el mediodía del día siguiente. No recordaba
haber descansado así con anterioridad. Había amanecido un precioso
día y el sol brillaba con fuerza. Despertó hambriento y despachó
con avidez un par de huevos con bacon, tostadas y dos tazas de café.
Se sentía optimista y vigoroso y con unas ganas enormes de pintar.
Enjuagó ansioso los platos y bajó corriendo al sótano. Varias
ideas le habían asaltado mientras comía y deseaba ponerlas en
práctica. Las luces permanecían encendidas donde los cuadros y las
esculturas. Preparó apresuradamente un lienzo y empezó a mezclar
colores en la paleta. De pronto, advirtió que la excitación que lo
había apresado tan intensamente al despertar había desaparecido de
golpe. Las ideas que le habían asaltado no le parecían ahora tan
brillantes y arrojó al suelo el pincel con rabia.
Subió a darse una
ducha confuso por los dispares estados de ánimo. Sin embargo,
pareció sentarle bien porque salió mucho más animado. Decidió dar
un paseo y se dirigió a un parque cercano. Se sentía feliz con el
sol dándole en la cara y le sonreía a la brisa. Seguía rumiando la
desazón que había sentido al empuñar el pincel y tenía la
sensación de que en ese momento era capaz de expresar sobre el
lienzo la felicidad que le invadía. Dio media vuelta decidido a
intentarlo de nuevo. Una chica lanzaba una pelota a su perro, un
energético cocker que correteaba nervioso por el césped. La pelota
cayó delante de Jason y al pasar a su lado, el cocker saltó
juguetón para lamer sus manos. Jason jugó divertido con la mascota
hasta que se detuvo en seco. La sombra del perro saltaba alegre en el
suelo, pero ninguna sombra acompañaba a la del animal. Dio un paso
atrás, sobresaltado, mirando sus pies. Giró sobre sí mismo,
buscando su sombra, pero sin hallar rastro de ella. El perro saltaba
a su alrededor, pensando que se trataba de un juego. La chica lo
llamó sin éxito. Jason la miró. Era una chica atractiva, delgada,
y con una melena cobriza que brotaba bajo una graciosa gorra de
punto. Corrió hacia la pelota y luego se acercó a la chica,
entregándosela.
- ¿Te gustan los
perros? - preguntó la joven.
- Me gustas más tú
– respondió y, súbitamente, la besó apasionadamente.
La chica no opuso
ninguna objeción al beso y le correspondió con ardor.
- Vivo aquí al
lado. Creo que al perro le vendrá bien un poco de agua.
Y tirando de su mano
la condujo hasta su casa. Se desnudaron paso a paso hasta yacer en el
dormitorio y hacer el amor intensamente. Jason la recorrió
detenidamente, centímetro a centímetro, memorizando cada curva,
cada desnivel, cada poro. Se sentía vivo y le transmitió a la chica
esa vida en cada embestida con la que la penetraba.
- ¿Siempre eres tan
intenso? - preguntó la pelirroja, exhausta.
- Desde hoy, sí.
La tarde dio para
varios asaltos. Al anochecer ella dijo que debía irse.
- ¿Puedes hacerme
un favor antes de irte?
La chica, que
resultó llamarse Angie, bajó al sótano. Tenía instrucciones
precisas. Ante todo nunca, bajo ningún concepto, apagar las luces.
Colocó en el montacargas una pieza de alabastro, un pequeño
martillo, una funda de fieltro enrollada en la que Jason guardaba
pequeñas herramientas de mano y una multiherramienta Dremel. Miró a
su alrededor antes de subir. Se sentía observada, como si al fondo,
en la penumbra, unos ojos imaginarios estuvieran clavados en ella.
Subió y cerró la puerta tras de sí. Jason pulsó el botón del
montacargas y agradeció a Angie su ayuda.
- Si vuelves mañana,
te quedarás de piedra – le dijo tras besarla.
Se puso manos a la
obra en la mesa de la cocina. Trabajó la piedra con esmero,
tallando, vaciando, dándole las formas que había memorizado a lo
largo de la tarde. Esculpió con delicadeza cada detalle. Surcó uno
a uno los cabellos. Luego buscó en la caja de herramientas algunos
clavos oxidados y los frotó contra esos surcos, coloreando de
naranja los cabellos. Luego, con un pequeño gancho, raspó un poco
de óxido del cromado del grifo de la cocina y luego dio con él
verdor a los ojos de la figura.
Observó su obra.
Realmente, daban ganas de hacerle el amor. Había plasmado con
delicadeza la excitación del cuerpo que había tenido en sus manos
aquella tarde y el resultado parecía que en cualquier momento
cobraría vida. Nunca hasta ahora había hecho algo parecido. Las
últimas veinticuatro horas le desconcertaban pero a la vez no podía
reprimir esa deliciosa agitación interna.
Volvió a comprobar
bajo la luz de la cocina la ausencia de sombra en su cuerpo. Era
asombroso. La luz atravesaba su mano sin eclipsarse y lo mismo
ocurría con el resto de su cuerpo.
Y sin embargo no era
eso lo más increíble.
Se había despojado
del peso de su sombra. No era un peso ponderable. Se trataba de esa
sensación constante de vigilancia y juicio sobre su persona que le
acompañaba desde la niñez y que le había limitado en todo momento.
Ahora era libre de hacer y de pensar. Lúcido, atrevido, brillante y
audaz.
En unas horas había
seducido, follado y creado como nunca y saboreando esta euforia se
veía capaz de cualquier cosa.
Sólo tenía que
mantener encendida la luz del sótano para no liberar a su sombra,
atrapada allí.
El ascenso y
desarrollo de Jason fue desenfrenado y exponencial. Apenas dormía,
no tenía necesidad de descansar salvo unas pocas horas al día.
Seducía mujeres según el material sobre el que le apetecía
esculpir o la escena que imaginara plasmar en el lienzo. Las usaba a
su antojo y posteriormente se despojaba de ellas como quien cambia de
ropa.
También como
odontólogo evolucionó notablemente. Puso en práctica novedosas
técnicas que no se había atrevido a poner en práctica hasta
entonces e incluso innovó otras que le proporcionaron gran
relevancia y dinero.
Ordenó instalar en
su sótano enormes focos dirigidos al fondo del recinto, al estudio
fotográfico, y un sistema eléctrico auxiliar por si fallaba el
principal.
Aquella vorágine de
éxito, mujeres, alcohol y creación empezó a pasarle factura. Su
cuerpo necesitaba un descanso que Jason consideraba superfluo y no
tuvo ningún reparo en recurrir a excitantes legales e ilegales.
Daisy era una
escultural azafata de vuelo nigeriana a la que sedujo como modelo
para trabajar con azabache. Se durmieron agotados bien entrada la
madrugada y, al amanecer, la chica se levantó silenciosamente. Su
vuelo partía a las once de la mañana y necesitaba pasar antes por
su apartamento. Bajó a la cocina y se sirvió un vaso de leche
mientras observó el pequeño taller que Jason había montado.
Dispuesta a irse reparó en la luz que provenía del sótano.
Descendió por la escalera y contempló el antiguo estudio durante
unos instantes.
- Valiente gasto de
energía – dijo con desdén.
Y apagó los
interruptores
La luz del sol ya
iluminaba el interior de la casa cuando Daisy la abandonó. Jason
despertó horas más tarde y salió con prisa. Llegaba tarde a la
consulta y ni siquiera tenía tiempo de desayunar.
Tenía por delante
una jornada intensa. Por la noche inauguraba su primera exposición
escultórica y auguraba una larga celebración.
Regresó a la cuatro
de la madrugada borracho de éxito y de alcohol. Tras varios intentos
acertó en la cerradura con la llave y fue directo a la cocina a
prepararse algo que comer. Fue al pasar junto a la puerta del sótano
cuando echó de menos la luz. Se sintió aterrado y cerró de golpe
la puerta. Camino pegado a la pared en dirección a la cocina cuando
sintió sobre sus hombros un peso familiar. De golpe desaparecieron
su arrojo, su audacia y su lucidez. Entró en la cocina y encendió
la luz. Se giró bruscamente y allí estaba, sobre la puerta de la
nevera, su sombra, observándole. Se quedó paralizado por un
instante, hasta darse cuenta de lo que estaba ocurriendo. Era ahora
su sombra la que se movía y él quien acompañaba dócilmente su
movimiento. De tal manera la sombra le hizo aproximarse al pequeño
taller y empuñar y encender la Dremel. Lentamente obedeció los
movimientos de su oscuro amo, aproximando la fresa, girando a diez
mil revoluciones por minuto, a su propio ojo, y penetrando a través
del mismo hasta hundirla en el cerebro y después caer desplomado en
un charco de sangre.
Daisy regresó de su
vuelo por la mañana y encontró el cadáver. La policía no tuvo
dudas. Estos artistas locos no sabían digerir el éxito y se
atiborraban de alcohol y drogas para acabar suicidándose.