jueves, junio 08, 2017

La sombra



Jason Shadow nunca brilló con luz propia. Nació siendo un gris bebé, fue un niño gris y tuvo una gris existencia hasta que su sombra acabó con él.

Sus brillantes progenitores, Charles y Margaret Shadow, eran dos eminentes cardiocirujanos, pioneros en la investigación con prótesis cardíacas dinámicas que podían sustituir desde cavidades hasta el corazón humano al completo. Sus hermanos, Alice y Gordon, los alumnos aventajados y estrechos colaboradores de la investigación familiar. Jason, la oveja gris de la familia, nunca tuvo la disciplina necesaria. Su carácter tímido, el peso de la responsabilidad que en él depositaban, la excesiva severidad de sus padres y su extrema sensibilidad para las bellas artes le hicieron pasar discretamente por la Facultad de Medicina para convertirse en un odontólogo sin demasiado nombre. En cambio era un gran y anónimo aficionado a la fotografía, la escultura y la pintura. La gran decepción familiar.

Jason, sobre todo, creció con la sensación de estar continuamente observado, examinado y juzgado. No sólo en su trayectoria escolar. Cada gesto, cada palabra, cada reacción, habían sido durante tantos años reprobados por sus mayores hasta llegar al punto de sentirlo incluso en la más estricta intimidad. En ocasiones la simple elección de la fresa endodóntica a utilizar se convertía en un dilema crucial, con la sensación de que unos ojos imaginarios estaban clavados en su nuca valorando su decisión.

Incluso cuando dormía sentía como si alguien le vigilara escondido en algún lugar de su cuarto.

La primavera en la que cumplió su trigésimo y último año fue lluviosa. Jason solía encerrarse por las noches en el sótano de su vivienda, en el cual había montado un pequeño estudio, dividido en tres partes. En una tenía su caballete, lienzos, pinturas y las obras que había almacenado. En la segunda había pequeñas tallas de granito, algunos fragmentos de piedra virgen y los cinceles, gradinas y martillos. En la tercera, el pequeño estudio fotográfico casero, en el que además de su Canon EOS y los fondos y reflectores, albergaba varios focos potentes. Estaba trabajando en la iluminación para eliminar las sombras con distintos tipos de lámpara. En este caso, bajo la cámara situaba un potente foco frontal , contrarrestado por otros dos laterales y definitivamente opuesto a un amplio foco cenital. La contraposición era casi completa, pero aún se vislumbraba la sombra difuminada. Afuera, la tormenta atronaba en una desapacible noche

Dispuso, por tanto, un panel translúcido rectangular, a modo de un “step” de gimnasio, bajo el cuál situó otro potente foco. La suma de todas las luces eliminaba totalmente las sombras. Quiso hacer una prueba con un autorretrato y se situó como modelo. Programó el temporizador para diez segundos y lo accionó. La cámara descontó el tiempo y justo ante de accionar el disparador, un rayo impactó sobre la red eléctrica que alimentaba la vivienda. La sobrecarga provocó un repentino fogonazo en los focos, reventando las bombillas, y un apagón, al activarse el sistema de protección automático. La explosión del foco basal hizo que Jason perdiera el equilibrio cayera golpeándose la cabeza.

Varios minutos después Jason volvió en sí. A tientas accedió al cuadro eléctrico para activar de nuevo el fluido mientras recordaba lo ocurrido. Ya con luz regresó al sótano. La zona del pequeño estudio permanecía a oscuras. Se sintió cansado y aturdido y optó por ir a descansar.

Durmió profundamente hasta el mediodía del día siguiente. No recordaba haber descansado así con anterioridad. Había amanecido un precioso día y el sol brillaba con fuerza. Despertó hambriento y despachó con avidez un par de huevos con bacon, tostadas y dos tazas de café. Se sentía optimista y vigoroso y con unas ganas enormes de pintar. Enjuagó ansioso los platos y bajó corriendo al sótano. Varias ideas le habían asaltado mientras comía y deseaba ponerlas en práctica. Las luces permanecían encendidas donde los cuadros y las esculturas. Preparó apresuradamente un lienzo y empezó a mezclar colores en la paleta. De pronto, advirtió que la excitación que lo había apresado tan intensamente al despertar había desaparecido de golpe. Las ideas que le habían asaltado no le parecían ahora tan brillantes y arrojó al suelo el pincel con rabia.

Subió a darse una ducha confuso por los dispares estados de ánimo. Sin embargo, pareció sentarle bien porque salió mucho más animado. Decidió dar un paseo y se dirigió a un parque cercano. Se sentía feliz con el sol dándole en la cara y le sonreía a la brisa. Seguía rumiando la desazón que había sentido al empuñar el pincel y tenía la sensación de que en ese momento era capaz de expresar sobre el lienzo la felicidad que le invadía. Dio media vuelta decidido a intentarlo de nuevo. Una chica lanzaba una pelota a su perro, un energético cocker que correteaba nervioso por el césped. La pelota cayó delante de Jason y al pasar a su lado, el cocker saltó juguetón para lamer sus manos. Jason jugó divertido con la mascota hasta que se detuvo en seco. La sombra del perro saltaba alegre en el suelo, pero ninguna sombra acompañaba a la del animal. Dio un paso atrás, sobresaltado, mirando sus pies. Giró sobre sí mismo, buscando su sombra, pero sin hallar rastro de ella. El perro saltaba a su alrededor, pensando que se trataba de un juego. La chica lo llamó sin éxito. Jason la miró. Era una chica atractiva, delgada, y con una melena cobriza que brotaba bajo una graciosa gorra de punto. Corrió hacia la pelota y luego se acercó a la chica, entregándosela.

- ¿Te gustan los perros? - preguntó la joven.

- Me gustas más tú – respondió y, súbitamente, la besó apasionadamente.

La chica no opuso ninguna objeción al beso y le correspondió con ardor.

- Vivo aquí al lado. Creo que al perro le vendrá bien un poco de agua.

Y tirando de su mano la condujo hasta su casa. Se desnudaron paso a paso hasta yacer en el dormitorio y hacer el amor intensamente. Jason la recorrió detenidamente, centímetro a centímetro, memorizando cada curva, cada desnivel, cada poro. Se sentía vivo y le transmitió a la chica esa vida en cada embestida con la que la penetraba.

- ¿Siempre eres tan intenso? - preguntó la pelirroja, exhausta.

- Desde hoy, sí.

La tarde dio para varios asaltos. Al anochecer ella dijo que debía irse.

- ¿Puedes hacerme un favor antes de irte?

La chica, que resultó llamarse Angie, bajó al sótano. Tenía instrucciones precisas. Ante todo nunca, bajo ningún concepto, apagar las luces. Colocó en el montacargas una pieza de alabastro, un pequeño martillo, una funda de fieltro enrollada en la que Jason guardaba pequeñas herramientas de mano y una multiherramienta Dremel. Miró a su alrededor antes de subir. Se sentía observada, como si al fondo, en la penumbra, unos ojos imaginarios estuvieran clavados en ella. Subió y cerró la puerta tras de sí. Jason pulsó el botón del montacargas y agradeció a Angie su ayuda.

- Si vuelves mañana, te quedarás de piedra – le dijo tras besarla.

Se puso manos a la obra en la mesa de la cocina. Trabajó la piedra con esmero, tallando, vaciando, dándole las formas que había memorizado a lo largo de la tarde. Esculpió con delicadeza cada detalle. Surcó uno a uno los cabellos. Luego buscó en la caja de herramientas algunos clavos oxidados y los frotó contra esos surcos, coloreando de naranja los cabellos. Luego, con un pequeño gancho, raspó un poco de óxido del cromado del grifo de la cocina y luego dio con él verdor a los ojos de la figura.

Observó su obra. Realmente, daban ganas de hacerle el amor. Había plasmado con delicadeza la excitación del cuerpo que había tenido en sus manos aquella tarde y el resultado parecía que en cualquier momento cobraría vida. Nunca hasta ahora había hecho algo parecido. Las últimas veinticuatro horas le desconcertaban pero a la vez no podía reprimir esa deliciosa agitación interna.
Volvió a comprobar bajo la luz de la cocina la ausencia de sombra en su cuerpo. Era asombroso. La luz atravesaba su mano sin eclipsarse y lo mismo ocurría con el resto de su cuerpo.

Y sin embargo no era eso lo más increíble.

Se había despojado del peso de su sombra. No era un peso ponderable. Se trataba de esa sensación constante de vigilancia y juicio sobre su persona que le acompañaba desde la niñez y que le había limitado en todo momento. Ahora era libre de hacer y de pensar. Lúcido, atrevido, brillante y audaz.
En unas horas había seducido, follado y creado como nunca y saboreando esta euforia se veía capaz de cualquier cosa.

Sólo tenía que mantener encendida la luz del sótano para no liberar a su sombra, atrapada allí.

El ascenso y desarrollo de Jason fue desenfrenado y exponencial. Apenas dormía, no tenía necesidad de descansar salvo unas pocas horas al día. Seducía mujeres según el material sobre el que le apetecía esculpir o la escena que imaginara plasmar en el lienzo. Las usaba a su antojo y posteriormente se despojaba de ellas como quien cambia de ropa.

También como odontólogo evolucionó notablemente. Puso en práctica novedosas técnicas que no se había atrevido a poner en práctica hasta entonces e incluso innovó otras que le proporcionaron gran relevancia y dinero.

Ordenó instalar en su sótano enormes focos dirigidos al fondo del recinto, al estudio fotográfico, y un sistema eléctrico auxiliar por si fallaba el principal.

Aquella vorágine de éxito, mujeres, alcohol y creación empezó a pasarle factura. Su cuerpo necesitaba un descanso que Jason consideraba superfluo y no tuvo ningún reparo en recurrir a excitantes legales e ilegales.

Daisy era una escultural azafata de vuelo nigeriana a la que sedujo como modelo para trabajar con azabache. Se durmieron agotados bien entrada la madrugada y, al amanecer, la chica se levantó silenciosamente. Su vuelo partía a las once de la mañana y necesitaba pasar antes por su apartamento. Bajó a la cocina y se sirvió un vaso de leche mientras observó el pequeño taller que Jason había montado. Dispuesta a irse reparó en la luz que provenía del sótano. Descendió por la escalera y contempló el antiguo estudio durante unos instantes.

- Valiente gasto de energía – dijo con desdén.

Y apagó los interruptores

La luz del sol ya iluminaba el interior de la casa cuando Daisy la abandonó. Jason despertó horas más tarde y salió con prisa. Llegaba tarde a la consulta y ni siquiera tenía tiempo de desayunar.
Tenía por delante una jornada intensa. Por la noche inauguraba su primera exposición escultórica y auguraba una larga celebración.

Regresó a la cuatro de la madrugada borracho de éxito y de alcohol. Tras varios intentos acertó en la cerradura con la llave y fue directo a la cocina a prepararse algo que comer. Fue al pasar junto a la puerta del sótano cuando echó de menos la luz. Se sintió aterrado y cerró de golpe la puerta. Camino pegado a la pared en dirección a la cocina cuando sintió sobre sus hombros un peso familiar. De golpe desaparecieron su arrojo, su audacia y su lucidez. Entró en la cocina y encendió la luz. Se giró bruscamente y allí estaba, sobre la puerta de la nevera, su sombra, observándole. Se quedó paralizado por un instante, hasta darse cuenta de lo que estaba ocurriendo. Era ahora su sombra la que se movía y él quien acompañaba dócilmente su movimiento. De tal manera la sombra le hizo aproximarse al pequeño taller y empuñar y encender la Dremel. Lentamente obedeció los movimientos de su oscuro amo, aproximando la fresa, girando a diez mil revoluciones por minuto, a su propio ojo, y penetrando a través del mismo hasta hundirla en el cerebro y después caer desplomado en un charco de sangre.

Daisy regresó de su vuelo por la mañana y encontró el cadáver. La policía no tuvo dudas. Estos artistas locos no sabían digerir el éxito y se atiborraban de alcohol y drogas para acabar suicidándose.