viernes, diciembre 14, 2007

ALGO PARA NO RECORDAR

¿Pueden ustedes recordar con viveza la suavidad de una caricia? No, no me refiero a bucear en la mente y encontrar, como si fuera un galeón hundido, el momento aquel en el que unos dedos surcaban delicadamente su piel. Se trata de volver a sentir el vello erizarse, la calidez del roce, el latido furtivo que se escapa…

Quizá piensen que sería maravilloso evocar de este modo las sensaciones. Y tal vez tengan razón. Pero no estén seguros de ello sin conocer antes mi historia. Aguarden, al menos, a tener elementos de juicio.

Los primero síntomas pasaron inadvertidos. Cosas leves. Un día, al salir de casa, recordaba perfectamente dónde había aparcado el coche la noche anterior. Me detuve unos segundos apuntando con la llave a la cerradura como un torero que espera el momento idóneo para entrar a matar a la res. No podía dar crédito a lo sucedido, yo, que a diario, ocupaba un rato en localizarlo.

Ese día organicé las tareas pendientes en la oficina, muchas de ellas acumuladas durante meses. Compré leche y pasta de dientes en el supermercado antes de llegar a casa, recordando que se habían acabado en la mañana. Mi mujer casi sufre un pasmo al verme entrar con la bolsa de plástico y los productos recién adquiridos.

Por la noche, mientras preparaba la cafetera para la mañana siguiente, me sobresaltó su grito en el cuarto de baño. Yo acababa de salir de allí hacía unos segundos y no había notado nada extraño. Corrí sin sobresalto esperando encontrar una araña oscilando con su hilo colgada de la lámpara. Ella estaba inmóvil mirando la taza del water. Al llegar lo comprendí. La tapa del inodoro estaba bajada.

Durante las siguientes semanas observé que cada vez me era más difícil olvidar las tareas cotidianas. Mi estrés aumentó considerablemente ya que siempre tenía presente una larga lista de cosas pendientes de hacer, la mayoría de ellas, tareas que mi mente hasta entonces siempre había borrado, como si se tratase de un sistema de seguridad para evitar el colapso. Comencé a sufrir cierta ansiedad ante la falta de tiempo para llevarlas a cabo y la sensación de culpabilidad por dejarlas para el día siguiente. Mi médico me recetó un ansiolítico suave, en un vano intento de hacerme sentir mejor.

La alarma saltó en septiembre. Mi mujer, angustiada, insistió en que debía visitar a un especialista cuando me vio entrar con la pequeña cajita envuelta en papel de regalo y lazo. Un coqueto anillo de circonitas que le había comprado con mucha ilusión por nuestro aniversario. Todo habría parecido perfectamente normal salvo por dos detalles: se trataba del anillo que años antes ella había señalado en el cristal de una joyería y, lo más espeluznante, yo había recordado la fecha.




Luego de realizarme multitud de pruebas de todo tipo, el neurólogo me comunicó con impotencia su ignorancia al respecto de mi mal. Nunca antes la ciencia había descrito un caso como el mío. En mi cabeza todo parecía funcionar bien. No había tumores y el electroencefalograma registraba actividad cerebral normal. No había constancia de la existencia de un factor desencadenante. Insistió con los ansiolíticos, añadió sedantes para permitirme un sueño reparador y me derivó al psicólogo.

El psicólogo consideró que un psicoanálisis podría empeorar mi cuadro clínico y no conocía terapias individuales ni grupales que tuviesen visos de parecer efectivas. Lejos de ayudarme, sus baterías de preguntas acerca de mi infancia, en busca de presuntos traumas escondidos en mi niñez, empeoraron la situación. Fue a partir de ahí cuando mi desarrollada capacidad de recordar rompió el límite de lo cotidiano y de lo mental.

Comencé a sufrir crisis en las que los recuerdos me asaltaban súbitamente en las circunstancias menos oportunas. Una mañana en la oficina, mientras organizaba en el archivador los últimos expedientes, rompí en un llanto desgarrado, reviviendo el dolor por la pérdida de mi madre seis años antes. Algunos compañeros, alarmados intentaban consolarme. Otros me miraban recelosos y murmuraban negando con la cabeza. Aquella sensación de desamparo adulto, de vacío, la ruptura de un cordón umbilical sentimental se habían vuelto vivas y eran inexplicables para los que me observaban.

Estos episodios se fueron sucediendo cada vez con más frecuencia. Sin bien unos eran desagradables y dolorosos, el hecho de que otros fueran placenteros o emotivos tampoco mejoraban la situación. Un día, en la panadería, comencé a dar saltos de alegría incontenida, al recordar el gol de Mijatovic en la séptima copa de Europa del Madrid. O por ejemplo, estuve varias semanas sumido en la más profunda de las melancolías, al evocar la vez que, meses antes de casarnos, habíamos roto la relación sin que hubiera visos de reconciliación.

No sólo sufría mi mal en estado consciente. Cuando fui empeorando, también me asaltaron los recuerdos de mis peores pesadillas durante el sueño, despertándome helado y empapado en sudor ante terrores nocturnos que no me eran desconocidos.

La ansiedad, la falta de descanso y la incapacidad manifiesta para concluir una jornada laboral normal sin que apareciera una crisis, concluyeron finalmente en mi baja laboral y, con posterioridad, en la concesión de la invalidez.

Mis días se tornaron angustiosos, encerrado en casa por miedo a sufrir estas situaciones en público. Los médicos nos recomendaron que destruyéramos todas las fotografías para evitar que desencadenaran por asociación crisis más graves. Evité leer y ver la televisión dado que, la simple mención de un tiempo pasado, arrojaba sobre mi mente los recuerdos de aquella época. Fue tal mi aislamiento del mundo exterior, que hace dos semanas se decidió por fin mi ingreso en esta unidad.

He sido visitado por los neurólogos más afamados del país, me han repetido las tomografías y las resonancias en varias ocasiones y siguen sin encontrar respuesta. Mi enfermedad ha sido denominada “Hipermnesia Maligna” o “enfermedad de Gómez”, dado que hasta la fecha soy el único caso descrito en el planeta.

Mi tratamiento es paliativo. Me han prohibido terminantemente las visitas porque el contacto con mis seres queridos últimamente resultaba catastrófico. Yazgo en esta cama en una habitación sin ventanas ni decoración. Me han restringido los alimentos para evitar que los sabores me evoquen el pasado, por lo que soy alimentado a través de una sonda hasta mi estómago. Los sedantes intentan sumirme en vano en un letargo placentero, pero todo es inútil.

Esta última semana he revivido nítidamente mi adolescencia. La profunda desolación ante el rechazo de mi primer amor, la tímida ansiedad por el primer beso, la dulzura inocente de aquellos labios, la euforia incontenible tras la primera relación sexual, la viva intensidad de aquel orgasmo…

También me visitaron aquel gol del triunfo que marqué en el último minuto, el abrazo de mis compañeros, el dolor insoportable de la fractura de fémur, la satisfacción por el esfuerzo al recibir las notas en el colegio, el reconocimiento de mis profesores y el abrazo de satisfacción de mis padres.

Ayer estuvieron conmigo Mazinger Z, el colacao con galletas, mi bici, mi amigo Carmelo, mis recortes de superhéroes, estuve en la cocina con mi madre, desgranando guisantes, comiendo zanahoria cruda, peleándome con mi hermana y llorando después de un azote en el culo.

Esta mañana, sentí la humedad de la cama orinada, la seguridad de los abrazos de mi madre mientras enredaba mis dedos en su pelo, la tibieza y el dulzor del biberón, la fiebre, la tos y el dolor de garganta, la alegría nerviosa por los regalos del día de reyes cuando mis manos rasgaban temblorosas el envoltorio…

Hace unos minutos he revivido, como si estuviera allí, el frío aterrador del instante en que nací, abandonando el vientre de mi madre. He sentido la angustia de dejar de oír su latido, las primeras luces cegándome, el dolor de las palmadas en mis nalgas, el olor del pecho materno, el sabor de su leche, y su calor en mi mejilla.

La ciencia ha sido incapaz de encontrar una droga, algo para no recordar, y se que en los próximos minutos perderé la consciencia, me sumiré en un dulce estado de coma del que no despertaré jamás. Eso ocurrirá cuando me sienta en el limbo maternal, flotando en líquido, sin necesidad de respirar, con la temperatura justa, y notando el golpeteo de tambor del corazón de mi madre. Ya ocurre, ya lo siento. Adiós










Dedicado a mi amigo y hermano Juan Ignacio (2 de Diciembre de 2007)